El 10 de octubre terminaron cinco días de celebraciones en Vallegrande, poblado quizá feliz por el turismo iluso que genera la memoria del Che, convertido hoy en ícono de remeras, posters y remedos, siempre con la imagen entre tristona y rabiosa que captara la lente de Korda. Confieso que incluso adornaba mi aposento de universitario, pero a mí se me curó la eruptiva juvenil.
La multitud fue lubricada con el aceite de viáticos dispendiosos, pagados no con dinero de uno que quiere reelegirse para siempre, sino con la plata de un pueblo sufrido y pobre. El populista arengó que no fue invasión la aventura del Che en Bolivia, como si tal no fuese “entrar injustificadamente en funciones ajenas”.
Hace poco leí de una treintena de curiosidades de esta patria folclórica. Habría que añadir que es un país que en lingo futbolero regala partidos, y que perdió en mesa lo ganado en cancha en la campaña de Ñancahuazú. No otra cosa expresa que el retrato del Che cuelgue en el Palacio Quemado y se honre su memoria con la payasada vallegrandina.
Me quedo con la ceremonia que honró en Cochabamba (también lo hizo en Santa Cruz de la Sierra y en la sede de gobierno) a los valientes héroes bolivianos de la campaña de Ñancahuazú. Le comenté a una dama que no conocía y que quizá ni me entendió: “pocos repetes y muchas estrellas”. Hablaba de los beneméritos que el locutor insistía en llamar “batalla”, que corretearon durante meses en la selva arrugada de montañas a los barbudos que invadieron Bolivia al mando de “Che” Guevara.
Poco después un señor me urgió a que recibiera honores del subteniente Eduardo Velarde Rodríguez, asesinado por los guerrilleros el 30 de mayo de 1967 en “El Espino”. Inmerecido honor de representar al camarada de mi año de cadete pensionista en el Colegio Militar de Ejército en Irpavi. Tal vez lo recibía a nombre de los 15 compañeros de curso que fueron a Ñancahuazú, pensaba, pero luego varios de ellos recibieron sus merecidas distinciones.
Velarde no fue el primer oficial acribillado junto a sus soldaditos, en celadas que guerrilleros curtidos tendieron a bisoñas patrullas del ejército boliviano por un tiempo. El oficial Amézaga inició la cosecha mortal, y después asesinaron otro subteniente: Laredo. Eran de nuestra lechigada. Aunque meritorios, falta espacio para nombrar a todos los 69 que murieron en lances que empezaron un 23 de marzo de 1967 y terminaron con el invasor fusilado casi siete meses después. El mismo Che dio fe del valor del soldado boliviano que no temía a la muerte y acataba órdenes superiores disciplinadamente.
Hace poco se celebraban 35 años de democracia en Bolivia, quizá un poco opacados por el Woodstock de Vallegrande. Sin embargo, el tema de fondo entre “honrar la memoria del Che”, como dice Evo Morales, y los homenajes a beneméritos victoriosos de la campaña de Ñancahuazú, es el dilema actual entre la democracia representativa y el prorroguista confeso, que atropella su propia Constitución.
Si triunfa el NO una vez más, le quedan tres opciones a Evo. Una, poner de candidato a un palo blanco, como un Quisling masista, aquel que obedecía a Hitler en la Noruega ocupada de la Segunda Guerra Mundial. Dos, optar por la receta del dictador nicaragüense, que aunque profese un izquierdismo de gafas caras de marca capitalista, es otro Somoza. Tres, patear el tablero, como en Venezuela, con el apoyo de cúpulas militares compradas con talegazos y prebendas.
Por tanto, que no sea motivo de flojera tolerante que la mayoría de los compatriotas pueden ver lo bueno, malo y feo (los dos últimos son mayoría) del régimen de Evo Morales, y bloqueen en las urnas su re-re-reelección. La democracia en Bolivia puede retroceder a una oclocracia de matones. Sigan expectantes y activos. Mientras tanto, ¡vivan los beneméritos bolivianos de Ñancahuazú!