Una serie de noticias que durante las últimas semanas han dado cuenta de diversas fórmulas que están siendo aplicadas por funcionarios públicos para apoderarse de cuantiosas sumas de dinero de empresas públicas de nuestro país, ha vuelto a dar actualidad al antiguo debate sobre la necesidad y conveniencia de que el Estado enfoque sus escasos recursos a crear, mantener y desarrollar empresas dedicadas a actividades que por su naturaleza muy bien podrían ser encaradas por el sector privado.
El caso que más ha contribuido a reavivar los debates sobre este tema ha sido el millonario desfalco del Banco Unión. Pero no menos alarmantes, aunque menos espectaculares, son casos como el de Emapa o Entel, dos empresas estatales en las que abundan los indicios de malos manejos.
En éstos como en otros casos, la falta de transparencia con que son administradas las cuentas de esas empresas, a lo que se suman las versiones contradictorias de sus ejecutivos y de autoridades jerárquicas del Gobierno central, dejan un margen demasiado amplio a la especulación y ese, en sí mismo, ya es un muy mal síntoma.
Para empeorar el panorama, quienes tienen la obligación de dar explicaciones al pueblo en cuyo nombre gobiernan dedican sus mejores esfuerzos a banalizar el tema, a minimizar la gravedad de los desfalcos y a dirigir todas las culpas a funcionarios de muy secundaria importancia, como así se pudieran ocultar los datos que ponen en evidencia la dimensión más profunda de la corrupción.
A esa banalización del problema contribuye también mucho la facilidad y frecuencia con que se recurre al “pasado neoliberal” para justificar o por lo menos atenuar cada robo a las empresas estatales. Argumento que por lo pueril que es no hace más que acelerar la pérdida de credibilidad de las palabras provenientes de las filas gubernamentales.
Con esos antecedentes, y antes de que el saqueo al que están siendo sometidas muchas de las empresas estatales salga de todo control, lo menos que puede exigirse es que se deje de ocultar información sobre su real situación.
Urge, por ejemplo, que las cuentas de esas empresas dejen de ser verdaderos misterios cuyos reales alcances se pierden en insondables entuertos legales, técnicos, financieros y políticos, terreno fértil para las más diversas especulaciones y suspicacias sobre la manera cómo son administrados los cuantiosos recursos que el erario nacional les otorga.
Antes de que el saqueo al que están siendo sometidas muchas de las empresas estatales salga de todo control, lo menos que puede exigirse es que se deje de ocultar información sobre su real situación