La primera vida que perdí, ocurrió en la carretera Yamparáez-Tarabuco, en aquella pampa altiplánica que bordea el aeropuerto de Alcantarí, donde la velocidad es inevitable. Casi al llegar al cruce para continuar la diagonal Jaime Mendoza, dos burros famélicos, escarbaban en el asfalto. Era de noche y ni la luz alta me permitió interpretar su peligrosa presencia. No me dio tiempo ni de frenar, pero por aquellas cosas de Dios y el destino, pude conservar la calma y pasar en medio de los dos pollinos con una precisión milimétrica. Sentí por un ligero instante una muerte con melodrama, aspaviento pero sobreviví improbablemente. Mi segunda experiencia, cerca de la muerte, ocurrió con gran aplomo criminal en la carretera Villa Montes-Camiri. Iba detrás de un kilométrico tráiler cuya irremediable lentitud, me obligó a realizar una maniobra para rebasarlo, era de noche y me encontraba en un tramo recto, que me daba posibilidades sin riesgos, para intentar esta acción, al margen que el vehículo que conducía reaccionaba como un leopardo, y el serpenteo de velocidad sería cuestión de segundos. Cuando ya estaba por la mitad del tráiler, éste se desvió del carril que ocupaba, como evitando que yo lo rebase, y curiosamente encendió todas sus luces y tuve que frenar porque pensé que el conductor del tráiler, no quería ser rebasado, pero grande fue mi sorpresa, cuando vi que una manada de reces estaban bloqueando toda la carretera. En ese momento, sentí la fugacidad y la fragilidad de la vida, y me di cuenta que aquel conductor del tráiler, al desviarse de su carril, sólo me había advertido del peligro que me esperaba. Agradecí elevando una oración por aquel conductor que me salvó la vida. Después de estas experiencias, me convertí en un gato afeminado que había malgastado sus vidas en viajes de aventura, y me di cuenta que una nueva caída podía costarme la última de mis vidas, por lo que perezoso y ensimismado decidí manejar delicadamente, recreándome con las impericias de los más temibles conductores, que me pasaban en curva, y que conducían sus vehículos como si fueran caballos chúcaros, desbocados. El pasado 22 de marzo estaba a punto de llegar al municipio de Tomina, siguiendo la diagonal Jaime Mendoza, y al salir de una curva compulsivamente cerrada, me encontré con la manada más grande de semovientes que había visto en mi vida, eran viajeros que transportaban mulas, reces, vacas, vaquillas, y que increíblemente parecían no advertir el peligro al que sometían a diferentes vehículos que transitaban por la carretera. Me detuve y recrimine su conducta, pero me respondieron en quechua: “Riy khuchy wasiman” y a continuación me vi en la tarea de registrar su inconsciente accionar, que derivó en amagues de aparatosos accidentes. Más adelante, no sé si por que el destino me encomendó cierta tarea, presencie en la misma diagonal Jaime Mendoza, como un tráiler casi se vuelca por evitar chocar con un semoviente. Bolivia cuenta con una ley que prohíbe la circulación de los semovientes en carreteras, sin embargo, esta ley aún carece de reglamentación, razón por la cual no se puede hacer nada para evitar que el ganado deambule libre y abruptamente por las carreteras del país. Por favor excelentísimos diputados ¡hagan algo! y ¡pronto!