Hace 66 años, el 9 de Abril de 1952, se produjo uno de los acontecimientos que más hondamente marcó la historia contemporánea de nuestro país. Al rememorar esos hechos, hay dos elementos que vale la pena recordar.
El primero es que quienes los protagonizaron creyeron, seguramente de buena fe, que estaban inaugurando una larga era que los tendría ellos como sus únicos conductores. Y lo hicieron con el apoyo de una inmensa mayoría del pueblo boliviano que depositó toda su confianza en el Movimiento Nacionalista Revolucionario.
El segundo hecho que se destaca es que tan formidable acumulación de fuerzas se desvaneció apenas 12 años después. El MNR, que se había propuesto gobernar indefinidamente y pasando por encima de cualquier oposición a su proyecto político, terminó fragmentado, con sus líderes enemistados entre sí y con sus principios doctrinales diluidos en una penosa mezcla de intereses particulares o sectoriales.
Los factores que confluyeron para ocasionar el prematuro agotamiento de un proceso político fueron muchos, pero entre ellos hay algunos que se destacan.
El desmedido afán de lograr un control monopólico del poder es el principal. Es que no conformes con la legitimidad de la que gozaba el nuevo régimen, sus conductores cayeron en la tentación del poder total. Elecciones amañadas, sometimiento a sus designios de los otros poderes estatales, coerción política y económica sobre los electores, entre otras prácticas, le dieron al MNR contundentes votaciones y éstas nutrieron la arrogancia de la nueva élite política.
El abuso del poder fue el siguiente paso. Quisieron eliminar toda forma de oposición o mirada crítica, restringir la libertad de prensa y se llegó al extremo de destruir físicamente a medios de comunicación, como este matutino, abusos que no sirvieron más que para socavar la legitimidad del régimen.
La corrupción que fue cundiendo en las filas gubernamentales y la angurria de poder político y económico hizo el resto. El golpe final lo propinó una tramposa reforma constitucional para posibilitar la reelección del principal líder del proceso. Y de nada sirvió el intento de ganar la lealtad de las Fuerzas Armadas mediante la generosa distribución de prebendas entre los altos mandos militares. El desenlace es bien conocido.
“Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”, dijo hace más de 2.000 años un pensador romano. Sabias palabras que conviene no olvidar.
El MNR, que se había propuesto gobernar indefinidamente y pasando por encima de cualquier oposición a su proyecto político, terminó fragmentado, con sus líderes enemistados entre sí y con sus principios doctrinales diluidos en una penosa mezcla de intereses particulares o sectoriales.