Derecho a morir

EDITORIAL 30/04/2018
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García Meza ha muerto.

Aunque posición semejante parecería inhumana, una noticia en ese sentido hubiera desatado júbilo general hace 38 años.

Para entender un aserto de esa naturaleza, es necesario imaginarse cómo era la Bolivia de 1980; el sentimiento generalizado era el miedo. Es cierto que la democracia había dado pasos importantes con la asunción de la presidenta del congreso, Lidia Gueiler Tejada, pero las estructuras de poder que los militares habían montado desde hacía una década seguía intactas. Ahí estaba, por ejemplo, la Dirección de Investigación Criminal (DIC) cuya función real era la de recopilar antecedentes de los enemigos del militarismo. Los arrestos, los allanamientos sin orden judicial y la detención por días en celdas policiales eran moneda corriente.

La presidenta era legal y su condición de mujer, sumada a la necesidad de la vigencia plena de la Constitución, le daban legitimidad pero la mixtura de partidos en el Congreso y la innegable infiltración del narcotráfico en la vida nacional hacían insostenible una situación política que se agravaba por sus efectos en la economía.

De pronto la tensión estalló. De un día para el otro, el director de radio Fides y el semanario Aquí, Luis Espinal Camps, desapareció. Los testimonios que se filtraban tímidamente en los medios decían que lo vieron salir de una función de cine. Y lo siguiente fue la aparición de su cadáver, con balazos y claras señales de tortura.

Así. La gente supo que nada había cambiado. El miedo y la incertidumbre se parecían a los años de la década del ’70, cuando el rumor de la muerte del “Jotajotita” corría por el país como pólvora que no se atrevía a explotar: “…dice que lo han matado en la Argentina”.

Todos sabían que habría un nuevo golpe. Lo único que faltaba era saber quién lo encabezaría. La respuesta llegó brutalmente, grotescamente, el 17 de juio de 1980. El Consejo Nacional de la Democracia se había reunido en la Central Obrera Boliviana para analizar la difícil situación política. Fue un error. Las principales cabezas de la resistencia civil, con excepción del incombustible Juan Lechín Oquendo, se reunieron en un solo lugar así que se hicieron vulnerables, destructibles. El resto es historia. Tropas militares irrumpieron en la sede obrera y metieron bala. Al líder del PS-1, Marcelo Quiroga Santa Cruz se lo llevaron herido.

Lo que siguió fue una pesadilla. Los golpistas no se limitaron a la acción de la infantería sino que sacaron tanques a las calles. Los sindicatos fueron declarados ilegales. Centenares de detenidos fueron enviados al confinamiento. Los pocos que intentaron resistirse fueron asesinados. Parecía un golpe militar más pero no… este marcaba una diferencia: iba con el narcotráfico por delante. Las mafias que, hasta entonces, habían actuado mediante terceros, tomaban el poder directamente. Su figura visible era el nuevo ministro del interior, Luis Arce Gómez.

Así fue cómo Luis García Meza Tejada, primo hermano de la presidenta, tomó el poder.

No fue un golpe más. No fue una asonada más. García Meza presidió un régimen criminal en el que no solo se desconocieron los más elementales derechos humanos sino, fundamentalmente, se cometió una serie de crímenes bajo amparo oficial. Perdió el país, perdió su gente, que debía vivir “con el testamento bajo el brazo”; pero, especialmente, perdió una generación que fue marcada para siempre por la fragua de la dictadura.

Cuando se le preguntó a la hija de García Meza, ayer, por la muerte de su padre, ella dijo que sí y, acto seguido preguntó si su padre no tenía derecho de morir. Sí. Todos tienen derecho de morir como todos tienen derecho de vivir. Ese derecho, el de la vida, fue el que García Meza vulneró a lo largo de su gobierno.

Evidentemente todos tienen derecho de morir como todos tienen derecho de vivir. Ese derecho, el de la vida, fue el que García Meza vulneró a lo largo de su gobierno

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