Entre las diferentes formas de gobierno, el que más se aproxima a lo ideal es el de pesos y contrapesos.
Tan pronto como en 1809, el cuarto presidente de Estados Unidos, James Madison, asumió, llegó al convencimiento de que la práctica de la política no reflejaba la voluntad del electorado y, por el contrario, obedecía más a intereses particulares, los de los partidos.
Debido a ello, la ambición jugaba un papel importante y él llegó a decir que la única manera de contrarrestarla era con más ambición.
Si la ambición guiaba a los partidos, era necesaria la división de poderes y un control cruzado entre éstos. Así nacieron el Poder Legislativo, que es el que hace las leyes; el Ejecutivo, que las hace cumplir, y el Judicial, que es el que juzga la infracción a esas leyes. Por añadidura, el Legislativo tiene la función de fiscalizar al Ejecutivo. En este esquema, el Órgano Electoral viene a ser subsidiario, aunque sea el que se encarga de formar los otros poderes.
Pero el equilibrio que tendría que surgir de esa división de poderes suele chocar con el problema de siempre: la ambición de los partidos. Por regla general, la oposición se encarga de complicar la vida al oficialismo con el fin de sacarlo del poder y encaramarse ella. Convertida en oficialismo, la oposición tiene que tolerar los sabotajes de los partidos que no forman parte del poder. En medio de ese círculo vicioso se presentan situaciones cada vez más comunes como, por ejemplo, que el Poder Legislativo tenga mayoría opositora y, por tanto, no deje gobernar al Ejecutivo en paz. Uno de los ejemplos más célebres de ese pérfido juego fue el Congreso que debió enfrentar Hernán Siles Suazo tras la recuperación de la democracia.
La imagen de cuerpos legislativos que no dejan gobernar al Ejecutivo hizo deseables los congresos con mayoría oficialista. De esa manera se evitaría el desgobierno que caracteriza a los regímenes sin control del Parlamento. Lamentablemente, el actual Gobierno está demostrando que el remedio puede resultar peor que la enfermedad.
Desde que asumió el poder, hace más de 12 años, el MAS tiene una mayoría parlamentaria que le permite gobernar sin sobresaltos pero, al contrario de su verdadera naturaleza, ésta se encuentra a su servicio y no al de la ciudadanía.
Durante todos estos años, el Poder Legislativo, que ahora tiene el nombre de “Órgano”, se dedica a elaborar leyes pero bajo el criterio del MAS, sin tomar en cuenta a las restantes fuerzas políticas representadas en él.
Y al margen de que las leyes son las prohijadas por el oficialismo, está el hecho preocupante de que el Órgano Legislativo ya no fiscaliza al Ejecutivo y, de esa manera, incumple una de sus tareas establecida en el numeral 17 del parágrafo primero del artículo 158 de la Constitución Política del Estado que señala que una de sus atribuciones es “controlar y fiscalizar los órganos del Estado y las instituciones públicas”.
Pese a la claridad de ese precepto constitucional, el Órgano Legislativo de Bolivia no fiscaliza ya que, cuando la oposición intenta averiguar por qué se hicieron las cosas de una manera, y no de otra, el oficialismo pone en juego su mayoría y la hace prevalecer. Por eso es que las interpelaciones no sólo quedan en nada sino que generalmente terminan con aplausos para el interpelado.
Es más, el propio Gobierno alardea de eso y la última prueba al respecto la dieron dos diputados que anticiparon que la interpelación a dos ministros por el pago de más de 42 millones de dólares a la empresa chilena Quiborax terminará en aplausos para los funcionarios. Se trata de un anuncio cargado de soberbia que, además, es un franco desconocimiento al referido precepto y a otros incluidos en la Constitución para preservar el equilibrio de poderes.
Al margen de que las leyes son las prohijadas por el oficialismo, está el hecho preocupante de que el Órgano Legislativo ya no fiscaliza al Ejecutivo y, de esa manera, incumple una de sus tareas establecida en la Constitución: “controlar y fiscalizar los órganos del Estado y las instituciones públicas”.