No se puede negar que la Iglesia Católica pasa por un mal momento en su historia.
Disminuida por las deserciones, ha cedido en número frente a confesiones —y eventualmente sectas— que ofrecen falsas salidas a los creyentes. Existen algunas que captan adherentes mediante las redes sociales repitiendo, empero, las mismas mentiras: la salvación a cambio de diezmos o, cuando menos, sumisión total.
Mientras las sectas se potencian, la Iglesia Católica se debilita. Ni concilios ni congresos han logrado encontrar la fórmula para mantener una cohesión que era innegable en los tiempos en que el poder político y la Iglesia eran prácticamente uno. Por el contrario, existen casos, como el de Bolivia, en el que, a nombre de un marxismo obsecuente, se ha sacado a la religión de los textos constitucionales y ahora se proclama un Estado laico.
A eso se suma una campaña cada vez más agresiva, y efectiva, en contra del clero católico. Al interior de los ministerios religiosos siempre existen casos de personas que se alejan de la norma y no solo cometen infracciones, o pecados, sino también delitos. Ahí ingresan aquellos religiosos que cayeron en acciones antisociales como la pederastia y la pedofilia. Empero, el detalle está en que no solo hay esos casos en la Iglesia Católica sino en prácticamente todas las confesiones. La diferencia radica en que, si se trata del catolicismo, los medios, y ahora las redes, son más crueles e incisivos. En otras palabras, casi poco se informa sobre casos en otras religiones pero se hace escarnio con los que surgen en la Iglesia Católica.
Pero todo este panorama parece diluirse cuando la Iglesia Católica dice su voz frente a las injusticias. Ahí ya no se habla de tal o cual secta, no se hace diferenciaciones ni se habla de sus debilidades. La voz de la Iglesia es la voz de la Iglesia y su autoridad moral es tal que incluso los más duros gobernantes, como los actuales, tienen que admitir que les hace mella.
La exclusión de la Iglesia Católica como religión oficial de Bolivia no logró restarle autoridad. Hoy en día, la palabra de la Conferencia Episcopal Boliviana (CEB) sigue siendo tan fuerte como en tiempos de la dictadura. El Gobierno lo sabe y por eso intentó desprestigiarla, sin conseguirlo.
Autoritario como es, el Gobierno no entiende, o finge no entender, que ninguna iglesia puede ponerse del lado de los poderosos porque su lugar siempre será al lado de los desposeídos. En tiempos de las dictaduras, la Iglesia condenaba las violaciones al Estado de Derecho y hubo sacerdotes que incluso entregaron sus vidas por defender la democracia. Los gobernantes de entonces acusaban a la iglesia de “comunista”. Hoy en día, cuando el poder es ejercido por un partido político que se dice “de izquierda”, la acusación que pesa contra la Iglesia, por no hacerle coro al régimen, es de ser “derechista” o “neoliberal”.
La pugna se mantenía así hasta que el Papa Francisco tomó una decisión que nadie había previsto: nombró Cardenal a un obispo emérito de origen indio. Y entonces el Gobierno quiso tomar la delantera cooptando al nombrado.
De inicio, la estrategia pareció dar resultado porque, de pronto, el designado comenzó a hacer declaraciones distintas a las que ya habían emitido los obispos desde la CEB. En medio de las contradicciones surgió la posición institucional de la Iglesia y, finalmente, la jerarquía eclesial dio una muestra de unidad al viajar a Roma, a la posesión, como una sola. Incluso se invitó al Presidente a presenciar la ceremonia.
Las circunstancias cambiaron y el Gobierno tuvo que hacer una jugada para evitar mostrarse derrotado. Y se reunió con la CEB. Y terminó anunciando que se nombraría un coordinador para realizar labor conjunta con la Iglesia Católica. Pero somos un Estado laico.
La exclusión de la Iglesia Católica como religión oficial de Bolivia no logró restarle autoridad. Hoy en día, la palabra de la Conferencia Episcopal Boliviana (CEB) sigue siendo tan fuerte como en tiempos de la dictadura. El Gobierno lo sabe y por eso intentó desprestigiarla, sin conseguirlo