Hay ocasiones en que, en cualquier lugar y en cualquier momento, surge una vivencia sencilla, incluso intrascendente, que nos puede hacer reflexionar para, en otro momento, compartir la inquietud resultante con buenos amigos.
Hoy eres tú, buen amiguito del hogar-internado, el destinatario de una de estas pequeñas experiencias cotidianas. En esta ocasión no eres tú el protagonista de esta columna, pero a ti, joven campesino –quizá citadino–, me sigo dirigiendo.
Ocurrió no hace mucho entre los alumnos de primaria de una conocida unidad educativa que visité por razones pastorales. Transitando por uno de sus pasillos recogí del suelo material de escritorio que alguno de los niños, despistado, derramó. Sin ánimo de molestar entré en el aula cercana con el fin de devolver lo extraviado.
- Buen día. Esto, ¿será de alguno de ustedes? -dije, mientras la profesora, que me conocía, amablemente lo colocó en su lugar.
A continuación, me atreví a añadir:
- Chicos, en las escuelas de África apenas tienen estas cosas… y las pocas que poseen las cuidan con esmero.
Y uno de aquellos “chiquillos” –permíteme este término muy español– enseguida replicó:
- Pero… ¡no estamos en África!
Sonriendo cerré la puerta y, sonriendo, me alejé por el pasillo. Recordé las varias ocasiones en que, con chicos de tu edad, también hice semejantes comparaciones. Y es que, por ejemplo, resulta fácil que despreciemos o desechemos alimentos cuando por otras latitudes de este controvertido mundo escasean y no faltan noticias de grandes hambrunas que siegan las vidas de muchos.
Por supuesto, no hace falta ir lejos cuando cerca, en nuestra realidad sudamericana, somos testigos de pobreza y exclusión. No sólo en África. Tenemos cerca la triste y grave situación de los hermanos venezolanos.
Apenas tuve oportunidad de hablar con el niño protagonista de esta anécdota. Pero es posible que sí hubiera entendido conceptos como “solidaridad”, “protección” o “implicación” en la promoción de los más desfavorecidos. No debemos subestimar la comprensión natural de nuestros niños.
Creo que también tú puedes entender que más allá de las ideologías políticas y sociales que nos siguen bombardeando con sus preceptos, hoy es la economía de mercado la que nos gobierna, con sus leyes de la oferta y la demanda. Ella es la responsable del plato colmado o del plato vacío en nuestras mesas.
Claro que también el buen hacer o la pésima gestión de los gobernantes llevarán esa economía de mercado a crear riqueza o a multiplicar la pobreza.
Sin entrar en cuestiones difíciles, ésas que reclaman nuevas y mejores estructuras para conseguir justicia que levante a los pueblos y a sus gentes, te animo a ser siempre consciente de lo que te rodea, evitando miradas vanas o superficiales. Esa consciencia amplia, que abarque más allá de nuestras fronteras, te descubrirá las necesidades, las precariedades, que tantos viven en este siglo de vertiginosos avances en todos los saberes humanísticos y técnicos.
Descubrir algo, ser consciente, supone implicarse en ello. Sentirse responsable de alguna manera. Solidario. Insistimos los educadores en que sepáis compartir lo poco o mucho que poseéis. Lo material y los talentos o cualidades que Papá-Dios ha puesto en vuestras vidas.
Desde nuestra fe católica siempre nos interroga la pregunta que Él lanzó a Caín: “¿dónde está tu hermano?”. Ese hermano hambriento, refugiado, abusado, condenado injustamente, solitario, sin trabajo… Humillado y despreciado.
Dejando atrás la escuela de la anécdota se me ocurrió imaginar que aquel niño, algún día, dejaría su casa, su mundo, para trabajar como misionero en algún rincón de África.
No pude evitar una sonrisa por la calle. Y la gente, siempre seria, me miraba extrañada.