"Nacido para gobernar” no es más que una variante del “nacido para reinar” que solían esgrimir los miembros de la realeza para justificar su permanencia indefinida en el poder.
Las monarquías se basaban en un derecho divino, uno que señalaba que había sido Dios quien ordenó que un determinado individuo sea quien gobierne a los demás y, al fallecer aquel, esa potestad pasaba a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Parece anacrónico pero todavía lo podemos ver en nuestros días en casos como los del Reino Unido y España.
Aunque sometido a una constitución, el Reino Unido tiene a una monarca o soberana que es reconocida como jefa de Estado tanto de sus territorios como los de ultramar. Como no abdicó a favor de su hijo, ya lleva 65 años en el poder y todo indica que lo dejará sólo a su muerte. El origen de esta monarquía se pierde en la noche de los tiempos aunque entre sus antecedentes más ciertos están Alfredo el Grande (siglo IX) y la Casa de Estuardo (siglo XIII). Con todo, se mantiene –porque así conviene– la creencia de que fue Dios quien decidió que aquel rey o este linaje sean quienes gobiernen Inglaterra, primero, y el Reino Unido, ahora.
Distinto es el caso de España donde la monarquía también es constitucional pero no se basa en la decisión de Dios sino de un hombre, el generalísimo Francisco Franco, quien, tras la promulgación de la Ley de Sucesión en la Jefatura de Estado, en 1947, decidió que sería él quien nombrara al próximo rey y eligió al hijo de Juan de Borbón, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias. Aunque la constitución española le daba una función más bien protocolar, el rey Juan Carlos I gobernó 39 años, de 1975 a 2014 cuando abdicó a favor de su hijo Felipe.
Y si se cree que los regímenes monárquicos son propios de Europa, es suficiente revisar la historia del incario para encontrar que esa receta también fue aplicada por esa cultura andina. Se trató de una variante del derecho divino porque, en lugar del Dios invocado por los europeos, se utilizó al sol. Pero los incas no se limitaron a decir que fueron nombrados por el sol sino que se proclamaron sus hijos. Manco Capaj I esparció la versión de que era hijo del sol y, así, justificó no sólo su reinado sino también el de sus hijos, que lo sucedieron hasta llegar a Huayna Capaj.
En todos estos casos estamos hablando de reinados largos, que excedieron, en su mayoría, de los más de 12 años de los que ahora se pavonea el Movimiento Al Socialismo (MAS), y, si bien se basaron –y se basan– en las leyes, no se puede decir que sus mandatos hayan emergido del pueblo.
Las monarquías, y sus consiguientes reinados largos, se basan en mentiras y así se ejecutan desde tiempos inmemoriales. En el otro extremo se ubican las democracias; es decir, aquellos sistemas de gobierno en los que los gobernantes son elegidos no por la divinidad sino por el pueblo.
La base de la democracia es, entonces, el voto pero, para que éste tenga legitimidad, debe estar respaldado por la ley, una Constitución propuesta y aprobada por el pueblo. Y en esta Constitución están las reglas y los límites del poder.
Para ser tal, una democracia debe emerger de las urnas y, para seguir siendo tal, se debe someter a la Constitución. Si la Constitución dice que un mandato dura una determinada cantidad de años, así debe ser. Si la Constitución dice que un gobernante no puede volver a postularse después de un segundo mandato, así debe ser.
Si una democracia que emergió de las urnas confunde su papel y se extiende más allá del tiempo fijado en la Constitución, deja de ser democracia y se convierte en otra cosa, una monarquía o algo peor: una dictadura.
La base de la democracia es, entonces, el voto pero, para que éste tenga legitimidad, debe estar respaldado por la ley, una Constitución propuesta y aprobada por el pueblo. Y en esta Constitución están las reglas y los límites del poder