Apenas el martes habíamos analizado, en este espacio, las indudables relaciones entre coca y poder en la Bolivia de los últimos años.
La memoria nos permite recordar, con el respaldo de documentos y publicaciones de prensa, que el cultivo de la hoja de coca y el poder estuvieron vinculados desde la década del 70 del siglo pasado. La llegada al poder de Luis García Meza, golpe de Estado mediante, fue el resultado de la dimensión que había alcanzado el narcotráfico, especialmente entre los altos mandos del ejército. Cuando ocurrió, el Washington Post publicó que “el principal motivo del golpe fue el miedo de los generales a perder millones de dólares procedentes del narcotráfico”. Apenas unos días después, el New York Times afirmaba que “el general García Meza recibió millones de dólares de traficantes de drogas que usó para comprar la ‘lealtad’ de comandantes claves e impedir la represión contra el narcotráfico... Los jefes militares bolivianos han estado involucrados en el tráfico de cocaína desde que las Fuerzas Armadas tomaron el poder el 17 de julio de 1980”.
La caída del régimen garciamecista no representó el fin de la influencia del narcotráfico en la política boliviana. El científico Noel Kempff Mercado y dos de sus acompañantes fueron asesinados en 1986 tras descubrir accidentalmente una megafábrica de cocaína en Huanchaca. Desde el inicio, los intentos de encubrir ese hecho revelaron que algunos de los ministros del presidente Víctor Paz Estenssoro estaban comprometidos en esos hechos. El diputado que presidía la comisión investigadora de este caso, Edmundo Salazar, también fue asesinado.
Con los años, la estrategia del narcotráfico cambió porque ya no se limitó a los altos mandos sino que llegó hasta las dirigencias sindicales, fundamentalmente de los cultivadores de coca. La relación ya no sólo fue de encubrimiento sino también de provisión de la materia prima para la droga. Los principales campos proveedores fueron, en ese tiempo, los del Chapare.
Hoy en día la coca excedentaria; es decir, aquella que está destinada al narcotráfico, ya no se limita al Chapare sino que ha llegado a otros lugares del territorio nacional. Uno de los que ha sido identificado para ese fin es el Polígono 7, un sector que pertenece nada menos que al Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure y que, por tanto, debería ser preservado de cultivos depredadores de suelos como el de la coca. Sin embargo, no sólo se cultiva coca sino que, además, el Estado no tiene ningún control sobre ese lugar. Para confirmarlo, es suficiente recordar cómo se comportaron los cocaleros cuando una comisión intentó ingresar a inspeccionar sus cultivos: no sólo lo evitaron sino que, además, sus integrantes fueron ilegalmente retenidos durante horas. Las autoridades gubernamentales no sólo permitieron que suceda sino que, además, justificaron a los cocaleros.
En estas últimas acciones podemos ver la influencia del cultivo de la coca en el Gobierno. La Oficina de Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés) ha afirmado que el 94 por ciento de la coca que se produce en el Polígono 7 está dirigida al narcotráfico pero el Gobierno se hace de la vista gorda y, por el contrario, justifica a quienes siembran el arbusto en ese lugar que, según se sabe, tienen relación directa con los del Chapare.
Según reportes gubernamentales, otro de los frentes del narcotráfico es La Asunta, en los Yungas de La Paz, donde también existiría coca excedentaria. El Gobierno ha concentrado esfuerzos en ese sector y ya ha enviado a la cárcel a su principal dirigente, acusado de ser el autor intelectual de la muerte de un teniente. En una nueva incursión al lugar, hubo enfrentamientos armados y murieron dos cocaleros.
Sí. Detrás de todo esto está el narcotráfico.
La memoria nos permite recordar, con el respaldo de documentos y publicaciones de prensa, que el cultivo de la hoja de coca y el poder estuvieron vinculados desde la década del 70 del siglo pasado. La situación no ha cambiado, sí los actores