En muchas de mis conversaciones contigo ha surgido, casi sin querer, el tema de los amigos. A tu edad adolescente, amiguito del hogar-internado, hablar de los amigos, de la amistad en general, es siempre recurrente, necesario.
Vives años en los que vas forjando relaciones con tu entorno: familia, vecinos, compañeros de estudio, docentes, entrenadores, colegas en grupos parroquiales… Y en ese horizonte de tantas personas surgen, como destellos luminosos, los amigos.
No necesito recordarte las veces en que, con motivo de charlas informales, o “retiros” de esos que hacen pensar, u homilías desde el ambón de la Eucaristía, he manifestado que buenos amigos hay pocos –los contamos con los dedos de la mano–, pero amigotes, amiguetes y colegas de farra siempre hay hartos. Y si tienes unos pesitos en el bolsillo, pues imagínate…
Con los buenos amigos, con esos destellos luminosos, te adiestras en el arte difícil del amor. Ellos son campo de prueba para ensayar la generosidad, la paciencia, el diálogo, la escucha. Ellos son buenos entrenadores que te ayudan, a veces sin pretenderlo, a educar tu corazón para cuando necesites entregarlo por entero a una gran causa, en ese futuro que vislumbras ya no tan lejano.
- Sí, padrecito, es verdad, recordamos cuando nos decía que si no vivimos ahora la amistad auténtica, la noble, la sincera, difícilmente un día nos enamoraremos de verdad… - fue tu atinado comentario de hace unos días.
No han faltado artículos en esta columna que sirvieron para recordarte a otros buenos amigos: los libros. En ellos late la vida con sus grandezas y miserias, con su espíritu aventurero y con sus fantasías multicolores.
Lamentablemente, leemos poco. Por eso, surgió un desafío interesante, ¿recuerdas?: por cada media hora de cancha, unos 15 minutos de libro… ¡no está mal!
Bueno, todo este preámbulo me sirve para escribirte hoy acerca de otro amigo, quizá extraño, pero siempre con nosotros: el pasado. Y ya imagino tu carita interrogante. Eso sí, recuerda también cuando dijimos que el buen amigo no siempre aprueba tus decisiones y, a veces, te exige para no ser cómplice de tus desmanes. Así nos trata el pasado.
Afirmo que el pasado es un buen amigo. Quienes sufrieron carencias, decepciones, fracasos, quizá no estén de acuerdo. Queremos olvidar las horas teñidas de pésimas experiencias, las épocas en que la enfermedad nos jugó malas pasadas, como se dice. Queremos olvidar los momentos en que la soledad nos agobió y la incomunicación nos envolvió con su negra pesadumbre. Queremos olvidar tantas cosas…
Un sencillo paseo por las redes sociales, ahora que tanto nos gusta navegar por esos, a veces turbios mares, nos quiere convencer, machaconamente, de que “olvidemos el pasado malo”. En un afán voluntarioso que no está al alcance de ciertas sensibilidades.
- Entonces, padrecito, ¿por qué dice que el pasado es un buen amigo? -surge tu necesaria pregunta que te agradezco, buen chaval.
Aprendí de prudentes educadores que el pasado nos enseña, nos modela, nos hace reaccionar, nos pone a punto para próximas experiencias. El pasado no quiere ser cómplice de flojeras, componendas, mentiras, rencores y todo ese baúl de retorcimientos que sustentan algunas vidas y que fraguaron tiempos de penuria o desenfreno.
Buen amigo, aprende tú también del pasado. No repitas historias feas, como decimos en nuestro entorno. Aprende, sobre todo, a perdonar y perdonarte. No tengas cuentas pendientes. Viaja libre por la vida. Sueña a lo grande, a lo bonito.
El mensaje de Jesús, el Hijo de Dios, su Evangelio, es toda una oferta de libertad. Basada en el perdón y la reconciliación. En el afán común y en el trabajo hombro con hombro. En el reencuentro con el distinto, con el contrario. Humildemente. Generosamente.
Quiero para ti, y para mí, esa mirada limpia del Maestro… Siempre dirigida hacia adelante, enfocada hacia quien nos necesite. En busca de su Reino, su utopía… su mundo nuevo.
- ¿Qué te parece?, ¿le acompañamos?