Una pregunta inherente al desempeño de la función pública es si el cargo hace al hombre o es el hombre el que hace al cargo. Las corrientes humanistas se decantarán por la segunda opción pero la respuesta más coherente es “las dos cosas”.
El cargo hace al hombre porque el hombre no nace con él. Las teorías que hablaban sobre personas nacidas para reinar, como las que sustentaban las monarquías, son anacronismos que ya fueron superadas hace mucho. Hoy en día se sabe que todos nacemos iguales y, por convencionalismo social –que muchos denominan “contrato social –, acordamos darle a alguien la representación temporal de un grupo, de un colectivo, de una comunidad, de un país.
Esa representación o encargo también se llama “mandato” y, por ello, quien lo ejecuta es un “mandatario”. Generalmente se trata de una persona que representa a toda la comunidad así que su representación va donde él vaya.
Los mandatarios, entonces, no se representan a sí mismos sino a la sociedad que les confirió el mandato. Son la comunidad o, en el caso de los jefes de Estado, son el país. Se revisten de una condición o dignidad que se llama investidura, definida en la lengua española como el “carácter que se adquiere con la toma de posesión de ciertos cargos o dignidades”.
Entendidas las cosas de esa forma, viene lo segundo; es decir, el hombre que hace al cargo. Si el mandatario representa adecuadamente su función, no sólo quedará bien ante sus mandantes sino ante la comunidad internacional. Será un ejemplo a seguir porque entenderemos que está respetando su investidura, la dignidad que significa su cargo.
Un mandatario que respetó su investidura fue, sin duda, el uruguayo José Alberto Mujica Cordano, mejor conocido como Pepe Mújica. No tenía garbo ni gracia, era desaliñado, inflexiblemente austero e informal pero se ganó el respeto de todo el mundo. Gobernó su país por un solo periodo de cinco años y prefirió no buscar la reelección porque, en su criterio, el mandato no es eterno sino temporal. Una vez concluido, hay que entregarlo.
Nunca protagonizó escándalos y siempre fue amable con todos. No insultó así que nunca se hizo insultar. Fue amado por sus mandantes que aún ahora lo quieren de vuelta pero él insiste en que los retiros son definitivos.
Otros, en cambio, no respetan su investidura porque la pasan por alto y actúan en el ejercicio del mando con la misma falta de respeto que un niño maleducado. En Bolivia, el ejemplo más conocido, aunque no precisamente el más adecuado, es el de Mariano Melgarejo que lanzaba palabrotas, se emborrachaba en público y, si creemos a sus detractores, incluso armaba orgías poco discretas.
Melgarejo no respetó su investidura y así lo recordamos ahora.
Respetar la investidura no es vestir ropa de diseñadores, viajar en aviones privados, dormir en hoteles de cinco estrellas y comer en restaurantes de cinco tenedores. Respetar la investidura es mantener la compostura en todo tiempo y lugar, entender que todos somos iguales y que, por ello, las mujeres no están por debajo de los hombres. Respetar la investidura es respetar a los otros en todos los escenarios, incluso en los deportivos, porque la práctica del deporte no da lugar a que se reparta rodillazos o se exija a las bandas de música que toquen diana cuando uno haga una anotación.
Respetar la investidura es no decir “que se atengan a las consecuencias” porque esa es una amenaza velada. Respetar la investidura es no utilizar palabrotas ni lenguaje de cantina en un acontecimiento público porque, cuando se habla, no se está representando a sí mismo sino a toda una comunidad, a toda una sociedad, a todo un país…