El dueño del poder

EDITORIAL 16/11/2018
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Se llama soberanía.

Jean Bodin la definió como “poder absoluto y perpetuo de una República” pero, a tono con su época, dijo que ésta, por una parte, era indivisible y, por otra, residía en el monarca.

Desde Bodin al presente ya pasaron más de 400 años y, lógicamente, el mundo ha cambiado. Ahora, los diccionarios políticos definen a la soberanía como “el ejercicio de la autoridad soberana que reside en el pueblo y que se ejerce a través de los poderes públicos de acuerdo con su propia voluntad y sin la influencia de elementos extraños”. Lo que se puede ver en esa definición es que ya se determina dónde está la soberanía; es decir, el poder: en el pueblo.

Desde un punto de vista jurídico, Carlos Sánchez Viamonte escribió que soberanía es “la plenitud lograda por la voluntad política del pueblo para determinarse y para manifestarse, de suerte que está comprendida en ella la autolimitación o la sujeción a determinadas normas”. Aquí encontramos una evolución en el concepto de soberanía porque no sólo dice que ésta reside en el pueblo sino que alcanza la plenitud cuando éste puede determinarse y manifestarse. Pero hay un detalle: la capacidad de autodeterminación del pueblo está limitada por las leyes.

Sin tantas vueltas, el Diccionario de la Lengua Española señala que la soberanía es el “poder político supremo que corresponde a un Estado independiente” pero no dice dónde reside. La respuesta, empero, ya la dio la mismísima política: en el pueblo.

Siguiendo tanto el sentido jurídico como el político, la Constitución Política del Estado dice, en su artículo 7, que “la soberanía reside en el pueblo boliviano, se ejerce de forma directa y delegada. De ella emanan, por delegación, las funciones y atribuciones de los órganos del poder público; es inalienable e imprescriptible”. En este precepto confirmamos, entonces, que el dueño del poder es el pueblo y éste delega su potestad, su soberanía, a los órganos del poder público. ¿Cómo se estructuran éstos? A través de elecciones, en unos casos, y de designaciones, en otros, pero estos últimos dependen de los primeros.

Frente a esta explicación, está más que claro que ninguna persona o grupos de personas se pueden atribuir el ejercicio del poder, de la soberanía, a nombre del pueblo. Quienes lo hagan cometen un delito tipificado como tal en el artículo 124 del Código Penal que se denomina “atribuirse los derechos del pueblo”.

Pese a la claridad de estas normas, una agrupación de personas o, mejor, un partido político, el Movimiento Al Socialismo (MAS), cree que la soberanía, el poder, le pertenecen y, por tanto, se resiste a dejar un ejercicio que ejecuta de manera ininterrumpida desde hace más de 12 años.

Al parecer, este partido se ha acostumbrado al ejercicio del poder, como quien se acostumbra a vivir en casa ajena, y, a la hora del desalojo, se agarra con dientes y uñas del lugar, aunque no tenga derechos sobre él.

Ese aparente sentimiento de propiedad que el MAS y el presidente Evo Morales tienen respecto al poder se puede percibir no sólo en la testarudez de habilitar como candidato al Jefe de Estado, pese a lo establecido en el artículo 168 de la Constitución Política del Estado y el referéndum del 21 de febrero de 2016, sino también en lo que dicen cuando hablan de la posibilidad de dejarlo. Evo Morales se preguntó quién entregará sus obras si es que es derrotado en las elecciones de 2019 y casi inmediatamente después anunció que se fortalecería su estrategia política en las redes sociales para evitar que su derrota venga de ese lado.

¿Por qué tanta preocupación? En un Estado democrático y de Derecho, el poder simplemente se deja y se entrega al siguiente.

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