Existen definiciones básicas, más o menos extendidas y doctrinales.
Básicamente, populismo es la “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”, porque así la define la Real Academia Española (RAE) pero un concepto más extendido es la “filosofía política que promueve los derechos y el poder del pueblo en su lucha contra una élite privilegiada”.
A partir de ahí, no sólo al Movimiento Al Socialismo (MAS) sino a cualquier partido debería interesarle, y convenirle, que se le llame populista pero, como casi siempre, las cosas no son tan fáciles en política.
Para empezar, es la propia RAE la que advierte que se trata de un término “usado más en sentido despectivo” y, cuando los politólogos la abordan, su definición se hace más compleja. Ernesto Laclau, por ejemplo, entiende la sociedad como una pluralidad de antagonismos que se articulan en función a intereses de gobernantes y gobernados. Para este autor, “pueblo es un efecto de la apelación discursiva que lo convoca, antes que un sujeto político pre-existente” pero, en el juego de antagonismos, finalmente se llega a una situación binaria en la que por un lado está el bloque dominante y, por otro, el resto de la sociedad; es decir, los no gobernados a quienes podríamos llamar “pueblo”.
Desde luego, al MAS no le conviene caer en las definiciones de Laclau porque, en las divagaciones de éste, ese partido dejó de formar parte del “pueblo” cuando asumió el poder. Ahora es el bloque dominante que, además, no quiere dejar de serlo.
En definiciones más claras encontramos un mayor parecido con la realidad boliviana actual. Ese es el caso de Edward Shils quien define al populismo como “una ideología de resentimiento contra un orden social impuesto por alguna clase dirigente de antigua data, de la que supone que posee el monopolio del poder, la propiedad, el abolengo o la cultura”.
Si nos fijamos un poco en el masismo, veremos cómo este manifiesta, sin tapujos, un resentimiento contra el orden social previo a su advenimiento, aquel que, sin ningún tamiz historiográfico, generaliza como “neoliberalismo”. Adjudica la generación de dicho orden social al imperialismo, a la derecha, a la que acusa de haber ejercido no sólo el monopolio del poder sino también “la propiedad, el abolengo o la cultura”. Por eso es que una de sus medidas es una nacionalización nominal que recupera para el Estado el control de las empresas estratégicas, aunque para ello tenga que pagar millonadas. Se entiende, también, por qué llegó a plantear una “revolución cultural” que actualmente no parece tener sentido más allá de los intentos de rearmar una historia oficial que exalte la participación de los pueblos originarios en la conformación del Estado.
¿Será este el populismo que, quizás sin saberlo, ejecuta el Movimiento Al Socialismo?
En su resumen de ideologías, José López Sánchez añade luces al respecto porque identifica al “socialismo del siglo XXI”, ese al que se adscribieron públicamente los regímenes de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia como un “nuevo proyecto histórico del nacional socialismo”. Como se sabe, el nacional socialismo fue la base para el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán que fue mejor conocido como Partido Nazi.
Por ello, la definición de Shils tiene sentido porque puede aplicarse de igual manera al bolchevismo de Rusia, al nazismo de Alemania, al Macartismo de Estados Unidos y al masismo boliviano.
Por tanto, estamos hablando de una corriente que, vista así, con el rótulo de “populismo”, puede explicar las contradicciones que vemos entre izquierdas y derechas. Al parecer, éstas no existen y estas corrientes, también llamadas ideologías, son meramente populistas.