Una herida que sangra

EDITORIAL 14/02/2019
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El 14 de febrero de 1789, tropas chilenas ocuparon Antofagasta. Aunque el gran pretexto para esa acción fue un impuesto de 10 centavos a cada 100 kilos de nitrato exportado por la Compañía de Salitres y Ferrocarriles de Antofagasta (CSFA), que nunca llegó a pagarse, la verdad es que la ocupación del territorio boliviano era un objetivo que Chile tenía desde antes, prácticamente desde los tiempos del surgimiento de las nuevas naciones sudamericanas.

Cartas como las de Diego Portales y Mariano Egaña Fabres, escritas en los primeros años de los nuevos países, revelan que Chile siempre tuvo puesta la mira en la costa boliviana pues esta poseía recursos naturales inexistentes al otro lado de la frontera. Con el paso de los años, esa tesis se vio plenamente confirmada, especialmente cuando el desarrollo de Chile se forjó gracias a la explotación del cobre que se encuentra precisamente en el territorio usurpado a Bolivia.

Además de esas cartas, documentación referida a la Guerra del Pacífico revela que esta fue el resultado de una conspiración motivada por intereses privados, los de Agustín Edwards, en Chile, y de Aniceto Arce, en Bolivia. Además, el conflicto estuvo sazonado por la intervención de Inglaterra, que entrenó y armó a los chilenos ya que la CSFA tenía capitales británicos.

La invasión chilena fue planificada con anticipación y el impuesto se convirtió en un burdo pretexto para ejecutarla. Chile ocupó militarmente el territorio boliviano, sin declaración de guerra previa, y, una vez que logró ganar el conflicto —gracias al apoyo externo, de Inglaterra, y al interno, de los políticos bolivianos prochilenos— le impuso a Bolivia vergonzosas condiciones para el armisticio. Ese fue el origen de los tratados, incluido el de 1904, que ahora Chile defiende a rajatabla. Esa acción criminal solo puede compararse al allanamiento de una vivienda por parte de delincuentes que ingresan por la fuerza, golpean al dueño de casa, violan a las mujeres y se llevan sus bienes pero, antes de hacerlo, encañonan al dueño con una pistola obligándole a firmar un documento en el que él afirma que cede sus posesiones a sus atacantes.

Este 14 de febrero es recordado en Bolivia de forma muy diferente a lo ocurrido el año pasado. En 2018, para esta fecha, el gobierno había desplegado su aparato propagandístico mediante la elaboración de banderas marítimas en todo el territorio nacional. Incluso se desplegó una sobre un camino con el fin de que su longitud sea incluida en el libro Guinnes de los récords. El ambiente era prácticamente festivo porque estaba próximo el fallo de La Haya y el país entero estaba seguro de que sería favorable a Bolivia, por la justicia que contenía su demanda.

Sin embargo, la decisión de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) demostró que los tribunales son lo mismo en todas partes del mundo y no restituyen derechos arbitrariamente arrebatados, como es el caso del Litoral boliviano. El fallo fue a favor de Chile y hundió a Bolivia en la mayor incertidumbre sobre su acceso al mar desde tiempos de la guerra que nos lo arrebató.

El gobierno, que perdió la oportunidad de aprovechar electoralmente el esperado —y al final fallido— fallo positivo, desvió entonces su atención a salidas alternativas mediante ríos navegables hacia el Atlántico.

La CIJ no tomó en cuenta los antecedentes históricos del caso y ese fue el mayor de sus errores. Su fallo no hizo justicia sino todo lo contrario.

Por ello, la criminal invasión de Chile a territorio boliviano, ocurrida hace 140 años, es una herida que se abrió dolorosamente con el fallo injusto y hoy sangra en el corazón de un pueblo que acrecentó su frustración por ese latrocinio.

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