Hace cien años, esto hubiera ameritado un duelo y los denunciados habrían buscado al denunciante para citarlo al campo del honor. Pero como ha pasado un siglo y el honor ya no importa, lo que hicieron los choferes es mandar matones para darle una paliza al denunciante
Hace cien años, las cuestiones del honor se arreglaban —y aquí es inevitable la repetición—: en el campo del honor.
Cuando alguien se sentía ofendido, lo que hacía era desafiar a duelo a su ofensor y las balas debían arreglar el diferendo. Los periódicos de la época dan cuenta de esos desafíos y su desenlace: la más de las veces, el ofensor pedía disculpas y las cosas terminaban ahí, con un apretón de manos de caballeros.
Claro que en un siglo han cambiado mucho las cosas. Hoy en día, el honor ha pasado a segundo plano y es lo que menos le importa a la mayoría de las personas. Eso explica que la criminalidad se haya incrementado no en proporción aritmética, a la par del crecimiento poblacional, sino geométrica; es decir, doblando cantidades en crecimiento constante y siempre tendiendo hacia el doble.
El primer freno para el crimen es el castigo pero entremedio está la vergüenza. Cuando un delincuente es expuesto en público, suele cubrirse el rostro para que la gente no sepa quién es. Sin embargo, hasta eso ha cambiado en una sociedad que parece dominada por el crimen.
Hoy en día, la comisión de delitos se ha multiplicado y hasta aparecieron nuevas formas. Los que los cometen no se preocupan demasiado por su honor por la sencilla y llana razón de que no lo tienen.
Antaño, los crímenes eran cometidos por personas marginadas, elementos que no encajaban en la conducta común de las sociedades y, por eso mismo, eran denominados “antisociales”. Hogaño, los crímenes son cometidos por autoridades, dirigentes o cualquier otro tipo de personas públicas a quienes aparentemente no les interesa la mala publicidad que les reporte su delito.
Hoy en día los presidentes son acusados de delitos y no son pocos los casos de los que son encarcelados al terminar su mandato —en Brasil se llegó al extremo de tener a dos de ellos detenidos al mismo tiempo—. Delinquen ministros, parlamentarios y concejales y delinquen los jueces, aquellos mismos a los que se encomendó administrar justicia.
En todo ese panorama, lamentablemente ya no resulta extraño que también haya dirigentes que cometen delitos y ese fue el caso específico del desfalco al fondo indígena. Sin embargo, en lugar de que la apropiación indebida de recursos sea sancionada, muchos de los principales implicados no solo están libres sino que desempeñan cargos públicos. De paso, accionan la justicia contra quienes los denunciaron.
En ese plano se encuentran los ex y actuales dirigentes de la Federación de chóferes 1º de Mayo, de La Paz, a quienes se acusa de enriquecimiento ilícito por haberse apropiado del dinero que era recaudado con destino a obras de salud para ese sector.
El escándalo todavía es reciente y, de inicio, el Gobierno trató de justificar lo sucedido. Percatándose que realmente existió malversación en el uso del dinero que era depositado en las cuentas de dirigentes de los choferes, tomó distancia del asunto.
El dinero debía destinarse a obras sanitarias pero fue utilizado en fines particulares, incluso farras. El monto desfalcado asciende a 15 millones de bolivianos y ameritó que los dirigentes que no están involucrados interpongan denuncia contra los acusados. Uno de ellos es Víctor Condori, secretario ejecutivo del Sindicato de Choferes Virgen de Copacabana.
Hace cien años, esto hubiera ameritado un duelo y los denunciados habrían buscado al denunciante para citarlo al campo del honor. Pero como ha pasado un siglo y el honor ya no importa, lo que hicieron los choferes es mandar matones para darle una paliza.
Así funciona la Bolivia de la primera veintena del siglo XXI.