El incendio de la Catedral de Nuestra Señora de París, cuyo nombre original es Cathédrale Notre-Dame, no sólo es una tragedia para Francia sino para la humanidad entera.
Aunque con una antigüedad relativa frente a la de otros monumentos europeos, pues se construyó entre 1163 y 1345, Notre-Dame es uno de los monumentos arquitectónicos más conocidos del mundo debido a que ha sido escenario de acontecimientos históricos, como la coronación de Enrique VI de Inglaterra, e incluso del propio Napoleón Bonaparte, cuando éste se hizo coronar emperador de Francia, y la beatificación de Juana de Arco, entre los más conocidos.
Su fama, empero, se debe a una circunstancia doblemente mediática, la publicación, en 1831, de la novela “Nuestra Señora de París” (“Notre-Dame de Paris”) del inmortal Víctor Hugo. En su tiempo, la obra literaria fue un éxito de ventas, que sacó de aprietos económicos a su autor, y más tarde, con la invención del cinematógrafo, se convirtió, también, en un éxito del denominado séptimo arte que ahora se puede ver hasta el hartazgo, especialmente en la poco atinada adaptación animada de los estudios Disney.
Empero, su importancia no radica en la cuestión mediática, ni siquiera en su condición de “símbolo de la cristiandad en Francia y en el mundo” que le ha adjudicado el Vaticano en su primer pronunciamiento oficial en torno al incendio. El hecho es que, como se ha dicho, ese edificio fue testigo de circunstancias históricas irrepetibles incluso antes de terminar de construirse, como la carbonización de Jacques de Molay, el último gran maestre de los templarios.
Como la Casa de la Libertad para Sucre y las casas de moneda para Potosí, Notre-Dame fue una de las razones por las que se inscribió a París, en el sitio identificado a orillas del río Sena, como Patrimonio de la Humanidad. Por tanto, la obligación de sus autoridades y ciudadanos era preservarla.
Hasta el momento de escribir el presente editorial, las razones por las que se produjo el incendio eran oficialmente desconocidas. Una versión sin confirmar señalaba que pudo deberse a algún imprevisto en los trabajos de restauración a los que el monumento estaba siendo sometido hasta el momento del siniestro. Por tanto, resultaba prematuro hablar de responsabilidades.
Pero una tragedia de esa magnitud nos obliga a plantearnos cómo reaccionaríamos nosotros si nos ocurriera algo parecido. ¿Cómo afectaría a Potosí, o a Sucre, el incendio de sus respectivas catedrales que, además de la historia que concentran en sus muros, albergan invaluables obras de arte? En Potosí está la imagen del Señor de las Ánimas, de Gaspar de la Cueva, mientras que en la de Sucre se encuentra la muy venerada Virgen de Guadalupe, pintada por fray Diego de Ocaña en 1601. ¿Y qué decir de los notables cuyos restos se conservan en ambas catedrales?
En un exceso de imaginación, podríamos preguntarnos, también, qué pasaría si se incendiaran la Casa de la Libertad, la de Moneda o el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia. ¿Estaríamos preparados para ese tipo de siniestros? La respuesta oficial sería que sí. La Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia nos diría que los repositorios a su cargo cuentan con todas las medidas de seguridad pero… ¿no habrá estado igual o mejor protegida Notre-Dame? Y, así y todo, le pasó lo que le pasó y nada menos que cuando era restaurada.
Cabe, entonces, una reflexión. Si un edificio de la envergadura de Notre-Dame puede incendiarse, ninguno está a salvo. Eso no significa que no se haga nada sino todo lo contrario. Es buen momento para ver cómo están de protegidos nuestros documentos. ¿Tienen todas las medidas de seguridad? ¿Cuentan con protección contra incendios? ¿Están asegurados? Y, finalmente, ¿qué hacemos nosotros, los ciudadanos, para cuidarlos?