Cuando la catedral de Notre-Dame era pasto de las llamas, muchos apuntaron la responsabilidad por lo que sucedía a un atentado.
No era para menos.
Hasta la fecha en que el emblemático edificio ardió, el fatídico 15 de abril de 2019, una docena de templos habían sido profanados sólo en Francia y en un lapso de una semana.
En un templo homónimo en Dijon, desconocidos saquearon el altar mayor y desparramaron las hostias por el piso. En otro de nombre similar, Notre-Dame des Enfants (Nuestra Señora de los Niños), en Nimes, atacantes anónimos pintaron una cruz con excrementos humanos, saquearon el altar mayor y el sagrario y robaron las hostias, que fueron descubiertas más tarde entre montones de basura.
Se trataba, entonces, de ataques dirigidos contra el cristianismo y, para ser más específicos, contra el catolicismo. Al ser Notre-Dame de París no sólo un templo icónico sino un símbolo de la cristiandad, parecía lógico que su incendio hubiera sido provocado.
A la semana exacta de aquel suceso, los reportes oficiales han ratificado que el incendio fue accidental. No se puede decir lo mismo de las atrocidades que tuvieron lugar ayer en Sri Lanka.
Hasta el momento de escribir este editorial, la cadena de atentados que afectó a hoteles de lujo y templos católicos se había traducido en un saldo de 207 muertos y más de 450 heridos en las ciudades de Dehiwala, Negombo y Batticaloa.
Si se toma en cuenta que tres de los templos atacados eran lugares donde se habían reunido los católicos para celebrar la Pascua de Resurrección, resulta más que obvio que estamos frente a más crímenes de odio.
En los atentados a los templos franceses existió un denominador común: la mayoría fueron cometidos por personas cuyas acciones demuestran un evidente odio hacia el catolicismo.
En el caso de Sri Lanka, los fallecimientos fueron causados por explosiones que ocurrieron en objetivos claramente identificados y en algunos casos se habla de atentados suicidas perpetrados por personas que llevaban los explosivos en sus cuerpos. En otras palabras, estas personas tradujeron su odio a tal nivel que literalmente dieron sus vidas para expresarlo.
Como se puede ver, el odio, el fundamentalismo religioso, va más allá de toda sensatez y rebasa fácilmente la línea que separa la racionalidad del crimen. Es cierto… también existen casos de violencia por parte de los católicos contra gente de otras confesiones, particularmente musulmanes, pero las cifras de las afectaciones a los seguidores de Cristo son contundentes. Estremece señalar que, según la ONG Puertas Abiertas, unos 4.000 católicos murieron en 2018 por atentados vinculados a su fe.
Se trata, entonces, de acciones sistemáticas ejecutadas en contra del catolicismo. Sin necesidad de coordinar entre sí, existe una serie de acciones –que bien podrían recibir el nombre de “campaña”– que intentan dañar a la Iglesia Católica desde diferentes flancos.
Por ahí también se encuentran las acusaciones de pederastia. Es cierto que ese infame fenómeno existe en el catolicismo pero lo mismo ocurre con otras religiones.
El detalle es que, en el marco de la "campaña", las acusaciones contra sacerdotes católicos son amplificadas por la prensa hostil al catolicismo. Ahí está, por decir algo, Estados Unidos, cuya religión predominante es la protestante, que representa el 51.3 por ciento de su población.