La corrupción y la impunidad, dos de las principales causas de la pobreza. El subdesarrollo y la exclusión social en nuestros pueblos, en estos siglos de “vida independiente”, no pueden ser asumidas con naturalidad por sociedad alguna que se precie de civilizada y democrática y persona que tenga valores y principios que hacen a la identidad y visión de país querido.
En las últimas décadas el apogeo de la corrupción, en gran parte de nuestros países, ha mostrado lo ineficientes e ineficaces que han sido y son los mecanismos nacionales e internacionales de la OEA y la ONU para enfrentarla y derrotarla. En este tiempo, la lucha contra la corrupción ha sido estatal y dirigida mayormente por políticos deshonestos.
En ese sentido, el debate está abierto y es necesario redefinir el papel que debemos cumplir de modo individual o colectivamente las personas. Nadie debería eludir esta agenda, por responsabilidad, considerando que estamos por heredar sociedades fracasadas porque están plagadas de corrupción e impunidad y con instituciones “democráticas” altamente desprestigiadas y controladas por intereses al margen de la ley. Muestras sobran en cada país.
Vivimos tiempos en los que es imprescindible abandonar el silencio, la indiferencia, la opacidad y el oportunismo y abrazar la acción constructiva que ayude a que aquellos esfuerzos que se vienen dando para enfrentar la corrupción, en algunos Estados desde lo público y privado, se afiancen y se constituyan en buenas prácticas y reglas sociales. Usemos, para ello, los elementos de la libertad de expresión y promovamos una autonomía e independencia judicial y fiscal; considerando el valor y aportes –de ambos– a una vida en democracia.
Podemos y debemos derrotar la tolerancia social a la corrupción y la impunidad, porque estas son inducidas y promovidas por grupos antidemocráticos y procrimen de poder político y económico. Esto es verificable, en nuestra historia y en el día a día, de sur a norte. Los encontramos en los formatos de partidos políticos, grupos empresariales y hasta en algunos credos religiosos. Existen medios de comunicación, operadores políticos estratégicos y formas sutiles de control social que, como los denominados “programas cómicos” de radio y televisión, solo contribuyen –siguiendo el análisis del periodista peruano César Hildebrand– a la “estupidización colectiva”.
Por décadas, nos han inducido a creer que cuando se hace gobierno es natural que “todos roben”. “Roba pero hace obra” es una común máxima social que refleja lo distorsionada y autoperniciosa comprensión de nuestra realidad. Entre otros tantos falsos conceptos, también nos han creado el prejuicio de que no hay juez o fiscal honesto, que todos son corruptos. Lo terrible, porque conspira contra los procesos de liberación y democratización de nuestros pueblos, es que cientos de millones de compatriotas latinoamericanos lo han aceptado como premisas válidas y reglas naturales de vida.
En este contexto, debe ser nuestra obligación dedicar más tiempo a lo sustantivo e importante y hacer de la lucha contra la corrupción un objetivo personal y nacional. Es imperativo afirmar la cultura del control social a la gestión pública, de cada una de nuestras autoridades y, para ese buen propósito, el tiempo perfecto no es mañana sino hoy.
Lo que se necesita para derrotar la corrupción y contrarrestar sus perniciosos efectos contra nuestros derechos humanos, antes que medidas jurídicas, acciones mediáticas o de otra índole, es comprensión y empoderamiento social, es población organizada, es número y diversidad de voces (colegios profesionales, universidades, etc.) que la enfrentan identificándola e interpelándola pública informada y libremente.
No sigamos cometiendo el doble error de creer que la corrupción no es un asunto de nuestra incumbencia y tampoco sigamos dejando solo en manos de los políticos la solución de este tipo de expresiones de la degeneración humana. Debe ser mandato, para todo ser libre, enfrentar a los corruptos hoy y siempre.