Para barruntar esto que quiero comunicar necesitaré de varios adjetivos. Me ubicaré en varios ambientes, de esos que llaman culturales, hasta científicos.
Estoy en una representación de ballet, supongamos que representan a Pedro y el Lobo de Prokofiev. Los niños, en un despliegue didáctico nos enseñan las complicidades e instrumentos de la orquesta. Durante la representación y después de ella surgen expresiones como las siguientes: ¡Fantástico, hermoso, primoroso, bello, fascinante, lindo! –sólo estos adjetivos para no abundar en el abuso. Para más señas, adjetivos que casi son parientes en la calificación–. Con esto se agota todo el gusto y la sapiencia cultural por el ballet, el conocimiento sobre la representación. ¡Un adjetivo o un par de ellos ha dado nuestra opinión o nuestra falta de conocimiento sobre lo que deberíamos saber más y expresar con verbos y argumentos más informados! ¡Wow!
Ahora saltemos a la representación poética referente, por ejemplo, al maestro. Los niños desgranan un primoroso lenguaje decimonónico acompañado de gestos y movimientos, con atención a la métrica consonante más que al contenido; los poemas versan sobre las virtudes y vituperios contra los maestros, versos tan versados, posiblemente escritos por los mismos profesores. En vez de analizar la métrica, la sintonía o disfonía, el mérito o el descrédito de los poemas nos surgen adjetivos como los siguientes: ¡Hermoso, fabuloso, bello, primoroso! –también en esto limito mis adjetivos, los que he escuchado–. Se harta uno con los adjetivos repetidos para diferentes acontecimientos. Son tan limitados, tan repetitivos, que son calificativos, tan sinónimos. Una vez más, nuestra sapiencia poética se agota en adjetivos acompañados de un sentimiento y adición auténticos o falsos. Los adjetivos limitan tanto nuestra sabiduría que creemos que todo está compuesto de esta facilidad.
Vayamos ahora a un festival de teatro, ya no importa la edad de los actores, sigue importando la sapiencia adjetivada de los presentes, no actores. Se desgranan escenarios, se pone en escena la obra de algún autor, se usan vestimentas, se usa coreografía. Estos aspectos parecen preocupar menos, nos enteramos menos de esto que de proferir, adivinen qué, sí, adjetivos, para relatar nuestra sabiduría o nuestro gusto sobre lo representado. La enumeración puede ser similar a lo ya especificado párrafos arriba.
Vargas Llosa solía decir que los adjetivos son los que más empobrecen las narraciones, destruyen a la poesía e invitan a una ciencia carente. Él postulaba que el castellano o cualquier idioma pudieran batírselas muy bien sin la interferencia ignara de los adjetivos –que conste que este accidente no es culpa de los adjetivos, sino de sus usuarios–. Los que nos valemos de los idiomas les damos una fama pobre a nuestras lenguas cuando creemos que los adjetivos son lo más importante de nuestros idiomas.
Ahora bien, un adjetivo que acompaña a una razón bien informada o fundamentada es casi elegante, primoroso –es que es casi imposible evitarlos, sobre todo cuando procedemos de razonamientos chatos, de sabidurías que suelen salirse por la tangente–. El adjetivo como pensamiento acabado o sentencia terminante produce la pobreza cultural, epistemológica, gnoseológica, sobre todo si se lo rubrica como única sentencia o perfidia sapiencial, esto le acontece a nuestro disimulo y a la incierta admonición de no saber decirlo con razón, criterio, ciencia informada o “sentencia educada”, ni siquiera con ironía.
Los accidentes gramaticales, bien combinados y usados dicen maravillas de nuestra manera de pensar o simplemente de expresarnos; pero el idioma expresado en un adjetivo reductivo, que suele definirse como peón del sustantivo, primero, le da importancia suprema a lo secundario y, segundo, nos hace parecer inteligentes y entendidos en cualquier ámbito, cuando la realidad muestra más bien nuestra ignorancia, en algunos, nuestro rebuzno.
Si sólo pudiéramos usar bien o moderadamente los verbos, en sus modos, tiempos y accidentes y supiéramos lo que queremos expresar, seguramente, nuestros adjetivos culturales, científicos o de cualquier laya, se enriquecerían enormemente, mejor, se fundamentarían con sapiencia informada y con más de una palabra; llegaríamos a proferir mínimamente una sentencia razonable.