Declarar una pausa ecológica con condiciones, o alertando que en el futuro se permitirá asentamientos y sembradíos en los lugares que se han quemado, no sirve. Si de verdad se quiere mitigar el terrible daño que ha sufrido la Chiquitania, es preciso dejar de lado la soberbia y atender el clamor de la Iglesia católica.
La conciencia de la sociedad civil en Bolivia y el mundo, ha mostrado ser más lúcida que la de los gobernantes. El fuego en la Amazonía tiene en alerta al planeta. La gente sabe que el daño es mucho más profundo que las llamas o la pérdida inmediata de flora y fauna, las consecuencias se sentirán durante los próximos años y repercutirán en toda la Tierra.
Solo en Bolivia, los bosques de la Chiquitanía ardieron intensamente desde principios de julio. Los alcaldes y pobladores de las comunidades de esa zona hicieron lo humanamente posible para contrarrestar las llamas. Entre pocas decenas de personas se enfrentaban a un monstruo que iba devorando vegetación y animales.
Mientras, se seguían otorgando permisos de quemas controladas que al final se descontrolaron y desde el Gobierno no hubo reacción sino hasta que el clamor ciudadano retumbó en los medios, en las calles y en las redes; es decir, cuando la omisión podía costar votos al candidato presidente.
Este episodio que duele a la Madre Tierra tiene causas claras. Una de ellas, quizás la principal, es el afán de producir y generar retorno a corto plazo. Eso pasa cuando con bombos y platillos se anuncia la ampliación de la frontera agrícola; eso significa desmontar, derribar árboles y preparar la tierra para ser cultivada. Eso involucra a grandes empresarios como a familias de colonos, sin distinción. Se opta por lo “tradicional” en lugar de dar saltos tecnológicos que nos permitan vivir civilizadamente.
Según la Autoridad de Bosques (ABT), el 23% de zonas quemadas tenía vocación forestal; hay áreas protegidas que han sido afectadas. Murieron miles de animales silvestres, muchos en peligro de extinción, se perdieron especies de flora que son únicas en el mundo; en suma, se ha matado la naturaleza de manera despiadada. La ABT dice que el 97% de las quemas son ilegales y la pregunta es ¿cómo puede ser posible? ¿Qué función cumple entonces la institución llamada a proteger los bosques?
El problema trasciende las fronteras del país. En Brasil hubo más de 75 mil focos de quema durante los últimos meses. El presidente Jair Bolsonaro está contra las cuerdas y no atina sino a culpar a las ONG o a los indígenas, a sabiendas de que gran parte del daño también es ocasionado por grandes empresas aliadas a su Gobierno. Para colmo, ahora condiciona una ayuda que, como tal, es gratuita, a una disculpa por parte del presidente de Francia; es decir, somete el destino de la Amazonía a un capricho suyo. Paraguay es otro país con incendios. Europa está movilizada y demanda acciones de protección del medioambiente, bajo advertencia de no suscribir acuerdos ni con Brasil ni con el Mercosur.
La inquietud mundial tiene que ver con el cambio climático. Eso se traduce en que cuando hay menos bosques, hay menos lluvias, la tierra se desertifica y sobrevienen las sequías; cuando las quemas destruyen la naturaleza, se desequilibra el planeta, las estaciones del año se distorsionan, se producen deshielos y se pone en peligro la seguridad alimentaria mundial.
Los mandatarios deben tomar conciencia de que la vida es una unidad, no se puede pretender generar riqueza a toda costa, sacrificando el futuro de la humanidad. La sociedad civil lo sabe, a los gobernantes les bastaría con escuchar y reemplazar los afanes políticos con sabiduría de estadista.