Los incendios que afectan a la Chiquitanía boliviana no durarán para siempre. Serán controlados tarde o temprano, pero está más que claro que es necesario encontrar responsables, no para obtener réditos políticos, como pretende la oposición, sino para asumir medidas preventivas con el fin de que no vuelva a ocurrir una tragedia semejante.
A medida que se vayan apagando los fuegos que por su infernal magnitud han logrado, ¡por fin!, recibir la atención que merecen, se puede esperar que las reacciones emocionales despertadas por el espanto vayan dando lugar a una más cabal comprensión de lo que significa lo que está ocurriendo y sus funestas consecuencias.
Es verdad que, dados los antecedentes, no se puede descartar la posibilidad de que con los humos se vayan diluyendo las preocupaciones colectivas y el asunto pase poco a poco al olvido. Si eso ocurre, el principal objetivo de los causantes de los incendios se habrá cumplido. Las tierras arrasadas por el fuego serán ocupadas por empresarios grandes, medianos y pequeños dedicados a la ganadería, la producción agroindustrial de alimentos para satisfacer la demanda del voraz mercado chino y, por supuesto, la ampliación de las plantaciones de coca.
La otra posibilidad es que las olas de indignación no se diluyan y encuentren cauces para obligar a los gobernantes, actuales y futuros, y a los que aspiran a serlo, a tomar las decisiones necesarias para detener el avance hacia la destrucción de nuestro futuro.
Mientras tanto, ya se pueden vislumbrar algunas señales esperanzadoras. Una de ellas es que en las filas masistas se ha trazado una nueva línea divisoria, más nítida que las anteriores, entre quienes todavía conservan algo de confianza y esperanza en el “proceso de cambio” liderado por Evo Morales y quienes creen que ya han sido superados los límites que separan lo admisible y tolerable de lo que no lo es. Entre ellos están quienes, aunque tarde, ante la contundencia de los hechos llegan a la conclusión de que ya no hay manera de seguir apoyando las políticas gubernamentales sin incurrir en una traición a los principios y valores que en algún momento, cada vez más lejano, fueron motivo de esperanza en un futuro mejor para nuestro país y sus habitantes.
Se puede prever, por eso, que en las filas masistas se multipliquen las manifestaciones de malestar por los excesos que, en nombre del bien común, comete la jerarquía gobernante y sus nuevos aliados: los empresarios agroindustriales del oriente boliviano.
Es de esperar que así sea, porque tarde o temprano llegan los momentos de las grandes definiciones, y este es uno de ellos, cuando no hay cabida para las ambigüedades. Ya nadie puede eludir su obligación de elegir entre la canallada elevada a la categoría de política de Estado o la más elemental honestidad intelectual.
No se puede seguir sosteniendo la farsa de cuidar la naturaleza mientras se velan los intereses de ciertos sectores, como el de los cocaleros y colonizadores, que están ávidos de más tierras para seguir cultivando, o de los empresarios agroindustriales que las necesitan con ese mismo fin y con el de seguir multiplicando su ganado.