Lindo es tu nombre, abuelita, remite a bichitos de ensueño. José María Arguedas aseguraba que los grillos eran “visitantes de la parte encantada de la Tierra”. Su apacible sonido, capaz de embellecer la calle más fea (que las hay muchas), confirma esa poesía.
Abuelita Grillo, yo supe de culturas que amaban a los ríos. De culturas que ideaban nombres de pájaros, tan blandos, tan sentidos: Chiwalo, k’ella, tarajchi, guajojó, tiluchi, sayubú. Me contaron de hombres y mujeres centinelas de enormes lagos, de músicos que crearon vientos inspirados en las melodías de las selvas, de gente que le cantaba a los árboles y a las montañas. ¿Dónde quedó todo aquello, abuelita?
Sé que somos hijos de una violación, abuelita Grillo. La historia de la humanidad es una historia de guerras. Y los latinoamericanos, es cierto, somos vástagos de la esclavitud, del genocidio, de iglesias construidas sobre hogueras. Pero, ¿qué hay del don de ese barro para forjar las flores más hermosas? ¿Acaso existe flor más bella que la simbiosis de la música latinoamericana? ¿O su redentora literatura? ¿Qué subsiste del generoso y diverso entorno natural que nos bendecía, abuelita, ese que aplacaba los sufrimientos para transformarlos en lluvia?
Hoy, abuelita Grillo, nos machacan con una insensatez que suelen llamar “progreso”. En su honor se erigen calcinantes urbes de concreto y asfalto, tiznadas ciudades donde estorban los árboles y los ríos agonizan su pestilencia. Pareciera que se quisiera borrar la remembranza de nuestro origen, abuelita. El recuerdo de que también somos indios y somos negros. Y así, a puntazos y puntazos de amnesia selectiva, se edifica un “modelo civilizatorio” que remonta a racistas heridas coloniales, a dolorosas dictaduras, a círculos traumáticos que insistimos en repetir.
Nos tornamos enfermos, abuelita Grillo. Es una enfermedad el creer que la hojarasca es basura. Es enfermedad trastocar las lagunas –y los cerros y los parques y las campiñas– en vertederos o convertirlas en cuadrados y uniformes bodoques de cemento y en canchas de pasto sintético. Es enfermedad aborrecer la presencia de los bufeos y los jaguares. Es enfermedad quemar millones de hectáreas de bosques, de memoria, de identidad, para que los de siempre se enriquezcan.
Primero fue plata, abuelita. Luego fue estaño y fue goma. Hoy son hidrocarburos, madera, soya, coca, carne. No obstante, los usureros de la tierra se traslucen iguales, son escalofriantemente similares. La historia se calca: Algunos acumulan, otros reptan. Algunos se embriagan con el poder, otros sobreviven lamiendo las eternas botas militares. Y al resto, los desplazados del festín plutócrata, nos toca ver cómo se rifa, una vez más, nuestro futuro. La posibilidad de respirar aire limpio y de beber aguas claras de vertiente. La oportunidad de contemplar atardeceres sin la huella de la devastación y de humectar la piel con el rocío de bosques tupidos. La necesidad de llevarnos a la boca alimentos que no estén envenenados y de encontrar sombra a lo largo del camino. ¿Es demasiado pedir, abuelita Grillo?
Dicen que tu voz es la voz de una mujer quechua, abuelita Grillo. Una mujer que con su dulcísima voz enseña que hubo tiempos en los que las canciones de cuna sonaban a mariposas (Pilpintu jina phawarinki wawitay). Yo te pregunto, abuelita, ¿dónde se esconden esos tiempos? ¿Se guardaron en los aguayos de lujo de algún mandamás? ¿Se arrinconan en la retórica “indigenista” gastada y vacía? ¿O en una Constitución que constantemente es vulnerada por sus propios detentores?
Escucho esos tiempos a través de tu dulce voz, abuelita Grillo. Sin embargo, por más que busque, no los hallo, abuelita. Sólo se atisba humo y más humo en el horizonte.