Se ha desmoronado la institucionalidad del organismo electoral hasta sus mismos huesos fundacionales. Su trabajo no ha servido al conjunto del país y sus errores están a punto de destruirlo. No sólo le ha faltado mucha idoneidad, también le ha faltado ética. Desde su arranque ha sembrado dudas, desconfianza, dando lugar a que incube la idea de fraude que ahora está posesionada en la sociedad. Esta triste realidad debe recordarnos una certeza bien ejercitada en 1991, pero desestimada por este gobierno como rémora neoliberal, con propio gesto de quien limpia una pelusa del saco: un organismo electoral unilateralmente constituido no le sirve ni siquiera a quien gana, por supuesto que tampoco a quien pierde, y mucho menos sirve al país. En cambio, constituido de buena forma, con el visto bueno de todos los partidos y con fuerte respaldo ciudadano de la ciudad y el campo, rinde positivos resultados a la democracia en su gran conjunto. Algo así también podría operarse en el mancillado Órgano Judicial.
¿Cómo se puede afirmar que hubo o no fraude electoral en la pasada elección nacional? Necesitamos fundamentar sólidamente nuestra posición. Cualquier comentario, en cualquier sentido, proviene de la observación con las cejas en alto y del enojo. Mientras el ciudadano está irritado porque las muchas dudas están sembradas a su alrededor, el gobierno da muestra clara de su seguridad frente al resultado pero no oculta su control del organismo electoral. La sospecha crece. También el pésimo humor. La confrontación de ambas posiciones es inevitable pero nunca debería estar librada a piedras y palos, fuego y balas. Eso es barbarie. Debemos apostar por la civilización y alguna de sus ventajas. Es urgente que la política sana comience a actuar.
Las cerca a 35.000 actas de sufragio operadas en el país y el extranjero tienen diversos orígenes: desde las populosas ciudades hasta las menudas capitales de sección municipal, o desde las montañas hasta los profundos valles, selvas secas y barrosas. No es sólo una geografía variada, es también un panorama social heterogéneo. Más aún: es un gran conjunto de prácticas políticas diversas, una escolaridad desigual, múltiples visiones de la vida y valores distintos. Eso es, en apretada síntesis, nuestro país. Me parece importante reiterar: las actas provienen de todo ese conjunto. Cerca al ochenta por ciento siempre son impecables porque los jurados electorales hacen buena letra, pero también siempre un veinte por ciento presenta más de un error aunque resulta obvio comprender por qué. Cuando el organismo electoral es confiable y transparente, la buena fe triunfa. Pero nunca sucede lo mismo cuando no lo es, pues de inmediato se apuntan esos errores. En la desgraciada coyuntura, para colmo de males, se interrumpió la transmisión rápida de los resultados preliminares. ¿Por qué ordenó esa interrupción la cuasi completa Sala Plena del Organismo Electoral? ¿Acaso debía asustarse de que los resultados progresivos fluyeran? Al parecer sí. Los asustó. Antes de que fluyeran quisieron algunas sospechosísimas seguridades. Bueno, en ese instante todo se fue para el carajo.
La auditoría electoral es habitualmente un recurso para salir de dudas al respecto. ¿Hubo fraude o no? La auditoría puede ser nacional porque es cierto que tenemos los profesionales para hacerla. Pero en América Latina se prefiere convocar a la OEA. El problema es que la OEA ni siquiera tiene a bien responder las consultas (¿Es un derecho humano candidatear hasta el calambre?) y su conducción es errática, confusa y biliosa. La gente lo sabe y la rechaza. En ese mundo sin salidas (mal organismo electoral, mala OEA y posiciones peligrosamente enfrentadas) la mayoritaria oposición, aunque dispersa, avanza un paso más pidiendo nulidad de elecciones. No sólo eso: también pide que renuncie el presidente. La cuestión es que el presidente, pese a sus números en inevitable descenso, aún conserva (¿?) la primera mayoría relativa, precisamente proveniente, en grueso, de la ruralidad. Ya no cuenta con un significativo apoyo citadino; pero su contendor principal no tiene importante apoyo rural y sí citadino. Eso hace que pensemos en un país dividido: campo/ciudad, además confrontado de manera peligrosa, es lo peor.
La gente se pregunta qué ha de suceder. Este empantanamiento fofo aniquila las economías menudas que hormiguean donde miremos, subsume a las pequeñas y medianas que terminarán cerrando puertas, empobrece a la mayoría y es pertinente afirmar que así no es posible vivir. Entonces, ¿qué hacer? Pues, política. El gobierno tiene que dar varios pasos hacia la mesa de negociación donde debería esperarlo la oposición.