Una tarea pendiente, y urgente de investigar, es conocer la dimensión y consecuencias de la injerencia y participación de los regímenes de Cuba y Venezuela en la política interna y la vida de los bolivianos en los últimos 14 años. De no ser por ese vínculo, qué distintos habrían sido la historia y el final del gobierno de Evo Morales.
Las primeras evidencias han saltado ya. Varios centenares de médicos cubanos financiados con recursos bolivianos tuvieron que abandonar del país; han sido detectados grupos terroristas y/o armados, además de paramilitares venezolanos, involucrados en los últimos hechos violentos que sacudieron al país. Súbditos también extranjeros, con aparente entrenamiento militar, participaron, articularon y ejecutaron focos de convulsión y confrontación con saldos lamentables en vidas humanas y daños materiales.
Las revelaciones hechas ayer por la Policía Boliviana apuntan a que esos mismos personajes habrían participado, también, en los procesos de desestabilización interna de otras democracias de la región, como es el caso de Chile, Colombia o Ecuador.
Empieza a quedar al descubierto lo que ya todos sabíamos. Que Bolivia era un eslabón más del eje político transnacional del “Socialismo del Siglo XXI”, inaugurado a partir del gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, pero maquinado y diseñado en los laboratorios políticos del castrismo cubano.
La lógica expansionista y de dominación de ese proyecto continental se extendió, en su momento de mayor esplendor, desde la Cuba de los Castro hasta la Venezuela de Chávez y Maduro, pasando por la Argentina de los Kirchner; hasta llegar a Ecuador con Rafael Correa, Nicaragua con Daniel Ortega, Brasil con Lula da Silva y, por supuesto, Bolivia con Evo Morales.
Gobiernos de corte autoritario, con abierta tendencia al control hegemónico de sus instituciones y la eliminación de la independencia de poderes; restricciones a la libertad de prensa y expresión; conformación de clanes familiares (el caso argentino) o reformas constitucionales que posibiliten la perpetuación o reelección indefinida de sus gobernantes; han sido y aún son el denominador común de esos regímenes.
Para ese objetivo, habrían de guardarse ciertas formas democráticas, como la de acentuar el ejercicio del voto directo y universal, pero solo en tanto y en cuanto los resultados de esas votaciones ciudadanas les sean favorables a los regímenes. Venezuela, Cuba y Nicaragua son, a no dudarlo, los casos más groseros y nefastos de esa práctica: la gente vota pero no elige ni decide.
En Bolivia sucedió una vez, en el referéndum del 21 de febrero de 2016, cuando la mayoría de la población le dijo No a la reelección indefinida; y estuvo a punto de suceder, por segunda vez, el 20 de octubre cuando –muy a pesar del mandato de ese referéndum– el gobierno de Evo Morales forzó su participación electoral buscando una tercera reelección. Pero esta vez los números no cuadraron y quedó al desnudo una cadena de irregularidades y manipulaciones electorales que llevaron a la comprobación, certificada por la Organización de Estados Americanos (OEA), de un fraude electoral cuyas proporciones todavía deben determinarse. Los hechos subsecuentes son abundantemente conocidos por todos.
Si bien Bolivia no llegó, por fortuna, a los dramáticos extremos en que hoy se encuentran países como Venezuela o Nicaragua; es previsible que en los próximos días aparezcan nuevas y más evidencias del rol que jugaron en Bolivia, y de cómo incidieron en la vida de los bolivianos, los intereses ideológicos, económicos e injerencistas del denominado “castrochavismo”.
Si la isla de los Castro fijó en Venezuela su principal bastión de penetración y dominación, para su propia supervivencia económica a través de la sustracción gratuita de su petróleo, habría que preguntarse qué recursos económicos y naturales de Bolivia podrían haberse destinado, a costa de los intereses nacionales, para alimentar el apetito cubano, y eventualmente venezolano. Las investigaciones en actual curso nos irán dando más respuestas.