He de morir de cosas así

Cecilia Romero 13/12/2019
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El miércoles 11 de este mes, en la biblioteca de la Fundación Simón I. Patiño y junto a la Editorial Nuevo Milenio tuvimos el gusto de presentar la novela He de morir de cosas así (Premio Nacional de Novela 2009) de Eduardo Scott Moreno.

En este escrito las protagonistas deambulan entre escenarios puntillosamente descritos por Scott, un voyeur que, sospecho, sabe que no hay mayor goce que la contemplación solitaria de los otros.

Marion, Adriana y Michelle: los bordes de una trinidad, ángulos que se rozan en un triángulo. Tres caminos a un paso de la integración con la sombra. Tres encuentros con la sombra, el descenso al abismo, la colación con la penumbra y sin embargo, la redención inesperada.

Tres exuberancias. Ellas despojadas del saco de idealización, no son la perfección anhelada o las habitantes típicas del dolor que alguna literatura configura. Ninguna de ellas, la almohada con la que se dialoga. Mucho menos el espejo con el que Dios ensaya. Y tampoco eso que Francisco Umbral menciona: La forma en que el escritor habla consigo mismo. Personajes que han despegado como piel de serpiente de su creador y nos recuerdan a madres perdidas en el infierno doméstico, hermanos que se someten al poder de la fe, familias ancladas en un mundo antediluviano, que traducen los dolores y goces de ciertas imposturas del “deber ser”.

Marion, Adriana y Michelle rondan las deslumbrantes escenografías del primer mundo, uno de proactividad y resultados, esos que los sociólogos advierten como espacios de vigilancia y cansancio, con un exceso de positividad y consecuente angustia. Esos lugares/no lugares que Scott transfigura bajo la misma luz con la que ilumina sabanas, museos y playas.

Si viajar es una imagen de aspiración, en esta novela la trama argumental expone el anhelo nunca saciado del viaje, el que moviliza al cuerpo y al cuerpo de la escritura, como también al viaje que se hace al interior de uno mismo. Cabe resaltar que en la configuración narrativa de esta novela, hay dos viajes, el primero que inicia Eduardo Scott Moreno transitando la geografía surreal de las ciudades inalcanzables, ahí donde el jazz se combina con contemplación y goce además de obsesiones y neurosis. El segundo viaje se hace hacia la interioridad de un lenguaje que, como afirma Roland Barthes, goza tocándose a sí mismo, ahí donde permanece el deseo que nos produce lo inasible, aquello que se escapa como la vida un hijo, la fidelidad de una amante o la fugacidad de las palabras que rondan las preguntas filosóficas que ellas se hacen, seres de palabras, seres del lenguaje, ese que para Heidegger no es solo lo que nos abre al mundo, sino es lo que nos sitúa en el mundo...

En este sentido, la eficacia narrativa de Scott es simplemente arrolladora. Ante esta novela nos encontrarnos en presencia de un mecanismo de magnífica precisión, su estilo eleva las situaciones cotidianas a lugares de enorme fuerza simbólica y poética. En el epílogo asistimos a un lugar que normalmente no esperaríamos. Constatamos al final, aún más, los rasgos vitales de esta trinidad y en este punto admitimos el arribo del misterio y de lo imprevisible, eso que la buena literatura tiene, así como la vida misma.

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