La presidenta transitoria de Bolivia dio un salto extremadamente arriesgado. Su candidatura la puso en la picota de una polémica que apenas comienza.
Jeanine Áñez recibió el encargo ciudadano e institucional de asumir temporalmente el mando de la nación únicamente para conducir y administrar un proceso electoral con garantías de transparencia y, por supuesto, de ecuanimidad.
Ella era —o tendría que haber sido— la garante de que todos los actores políticos compitan en condiciones de igualdad y confianza; sin que vuelvan a repetirse las prácticas que, por más de una década, distorsionaron los fundamentos y la esencia de la democracia.
Áñez cumplió hasta ahora, y de forma excepcional, esas tareas. Lo hizo con determinación y energía, pero también con honestidad y carisma, ganándose así la simpatía y la confianza de la gente.
Por la magnitud de la responsabilidad que recayó en sus manos, se suponía que este proceso de transición debía conducirse impecablemente y en riguroso apego a su carácter insawtitucional.
Y es que el objetivo no es menor: encaminar a Bolivia hacia la reconstrucción de su institucionalidad democrática, devolviendo a la ciudadanía las condiciones para el pleno ejercicio de sus derechos y garantías constitucionales.
La presidenta estaba consciente de su misión. Al menos, así lo demostró en distintos foros con la misma seguridad y espontaneidad con que descartó tajantemente cualquier aspiración política durante su mandato transitorio. O cuando criticó la escasa voluntad de los líderes políticos para buscar alianzas electorales consistentes.
Sabía, también, que su gobierno debía conservar una necesaria equidistancia con cualquier actividad partidaria, en resguardo de la credibilidad y estabilidad que consiguió y necesita para llevar a buen término la responsabilidad que le ha sido confiada por el país, no por un partido político.
¿Qué pasó entonces? ¿Qué la precipitó a cambiar de opinión y convertirse en candidata-presidenta? ¿Habrá sopesado las connotaciones políticas y legales que pueda tener esa decisión?
Las respuestas están en el Movimiento Demócrata Social y las dio su jefe político y gobernador de Santa Cruz, Rubén Costas, al revelar que venían gestando esa postulación hace ya un mes atrás. El tiempo dirá si fue una decisión sensata.
Luis Fernando Camacho y Marco Antonio Pumari hicieron algo parecido. Asumieron que la confianza depositada en su ejemplar liderazgo cívico les otorgaba las credenciales suficientes para gobernar el país y se convirtieron apresuradamente en candidatos. Fue el momento en que ese liderazgo comenzó a desdibujarse ante la opinión pública.
De todo esto, sin embargo, queda algo claro: Hay en juego una sórdida pugna de grupos cruceños de poder económico y político. Algo similar a lo que sucede, al otro lado del país, con las élites paceñas que rodean las candidaturas y decisiones de Carlos Mesa o Luis Revilla.
La naturaleza de este momento histórico demanda proyectos y candidaturas con visión de país y de futuro; muy por encima de aspiraciones personales e intereses circunstanciales que pueden llevar al país a escenarios de irreparables consecuencias.
Son horas cruciales para el futuro de Bolivia. Los actores políticos, sin excepción, tienen la obligación de actuar con la máxima responsabilidad para darle al país opciones de un gobierno sólido. Lo contrario equivaldría a defraudar las esperanzas y las energías morales de gran parte de la población que luchó con determinación por un futuro de certidumbre, libertad y democracia plena.