Vivimos tiempos en los que el egoísmo, la mentira, la necedad, el abuso, la prepotencia, la imposición y, entre otras tantas taras humanas, los antivalores contaminan y taladran las relaciones humanas en su pretensión de penetrar, instalarse y perpetuarse.
No obstante, mientras existan humanos que adopten decisiones y ejecuten acciones equilibradas, coherentes, lógicas, justas, de desprendimiento y de renuncia en pro del bien común, el mundo tendrá razón de existir. En tanto sobrevivan hombres y mujeres con cultura de servicio –sin esperar nada en su beneficio–, haya gente que lucha por los derechos de aquellos que ignoran y no pueden defenderse, seguiremos siendo esperanza.
Aún hay gente buena. Personas que valoran la vida, destinan su tiempo para desarrollar acciones altruistas y de bien para sus pueblos. Seres que se respetan a sí mismos y que, en ese sentido, tratan al prójimo con verdadera bondad y fraternidad. Individuos que entienden la esencia de la dignidad del ser humano y se esfuerzan en darle contenido material y no en discurso, verbosidad y dogmatismos religiosos. Humanos que no ven con sospecha y duda a su sombra, que no se detienen en minucias ni formalismos, que no olvidan sus raíces y tienen sus sentidos abiertos y dispuestos para servir.
Hace unas semanas, una vez más, la vida me premió con una vivencia que enseña, orienta y enriquece mi espíritu. Dos de mis tíos más queridos de la “tercera edad” viajaron por más de 15 horas por unos trámites de Chepén a San Miguel y luego a Cajamarca en Perú. Estacionaron por unos minutos su vehículo en la plaza principal para comprar unos medicamentos, al ver otros autos parqueados. Desconocían las reglas de restricción vehicular. La autoridad municipal secuestró, sin su conocimiento, su vehículo en instantes y se inició su calvario en la ciudad donde murió el Inca Atahualpa. Enterado de lo que les ocurría “toqué varias puertas” desde Bolivia, en varios niveles institucionales, con el fin de ayudarlos y, cuando estaba por darme por vencido, apareció un abogado al que conocí en mis relaciones con la Universidad Antenor Orrego de Trujillo hace más de 18 años. José Manuel Rojas Villar no solo hospedó a mis tíos, sino que les dedicó dos días de su tiempo como abogado y solo se despidió de ellos cuando les devolvieron su vehículo. No pidió más que hacer lo mismo con cualquier prójimo en situación de necesidad.
Por eso sorprende que haya humanos que se afanen tanto por mantener y concentrar poder, bienes materiales, generar falsas imágenes de sí mismos con el fin de ser reverenciados. Decepciona aún más que para obtener estos “logros”, esos pobres seres no vacilen en atropellar y abusar de las reglas de juego existentes, que maltraten a los que llaman amigos o hasta den la espalda y se ensañen con sus propias familias.
Lo trágico, en este pantallazo de nuestro paso por este mundo, es que, por lo general, los que padecen de estos lastres pierden la perspectiva de que la vida es corta y que hay que recorrerla intensamente, despojándonos de cruces del presente y anclas del pasado. Les aterra hablar de la muerte, porque en el fondo saben que las consecuencias de sus actos y la forma como se vinculan con el mundo que los rodea, siempre los perseguirá.
Cada persona elije qué ser y cómo relacionarse con los demás. Sería bueno, en ese sentido, preguntar a los seres que decimos amar ¿cómo nos ven? y a los que llamamos amigos ¿qué valoración tienen de cómo nos vinculamos con el mundo?
Para que no todo esté perdido, trabajemos construyendo paz en cada ser. Solo si hay paz en el alma de los humanos, habrá sentimientos de amor por los mismos. Sin esos sentimientos, es impensable personas con capacidad de servicio.