Entre el 9 y 10 de noviembre de 2019, antes de la renuncia de Evo Morales, varias caravanas de vehículos en los que mineros, estudiantes y activistas de Potosí, Chuquisaca, Tarija y Santa Cruz viajaban a La Paz, fueron hostigados, frenados y atacados por grupos irregulares que se apostaron a la vera del camino. Decimos “irregulares” porque se comprobó fehacientemente que ninguno de esos grupos tenía dependencia directa del Estado. No eran policías ni militares, pero estaban armados.
Debido a ello, el anuncio de la llegada de una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) despertó justificadas esperanzas y más aún al tomarse en cuenta que este es un organismo de la OEA, la misma que, en una notable muestra de ecuanimidad, confirmó el gigantesco fraude electoral cometido por el Movimiento Al Socialismo (MAS).
La delegación estuvo en el país entre los días 22 y 25 de noviembre de 2019. Durante ese tiempo, visitó las ciudades de La Paz, El Alto, Cochabamba y Sacaba.
Las personas que participaron en las caravanas, y que viven mayoritariamente en Potosí y Sucre —pues los cruceños son universitarios que estudian en la capital—, esperaron que la delegación llegue a estas ciudades. Nunca ocurrió.
Por el contrario, en el informe preliminar de la “trabajosa” visita, se puso afirmaciones como que “el recurso a la violencia fue tomado por una serie de actores particulares de distinta afiliación en el curso de esas protestas y movilizaciones; y los actos lesivos de los derechos de las personas bolivianas observados por la CIDH fueron cometidos en el curso de la represión de las protestas por distintos agentes del Estado”.
Al hablar de “agentes del Estado” se refiere, lógicamente, a los organismos de seguridad dependientes del Gobierno. Para que no haya duda de ello, más adelante, el mismo informe refiere que las muertes y el saldo de heridos se deben “a la realización de operaciones conjuntas entre la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas con el objetivo de mantener y restablecer el orden público con excesivo uso de la fuerza”.
Como se puede ver en esas líneas, lo que hizo la CIDH no fue preparar un informe sino, más bien, un pliego acusatorio en contra del gobierno de transición de la presidenta Jeanine Añez y, de paso, victimiza a los grupos de personas que ejercitaron presiones e incluso intentaron tomar infraestructura estratégica del Estado, como la planta de Senkata. En ese marco, no hubo grupos de personas marchando violentamente de El Alto hacia La Paz, no se atacó viviendas ni fueron incendiadas estaciones policiales. Es más… las casas de Waldo Albarracín y Casimira Lema jamás fueron quemadas.
Pero lo peor de todo, y lo que le interesa a esta parte del país, es que la delegación jamás llegó a Potosí ni a Sucre. No saben, entonces, que las caravanas fueron emboscadas, que hubo secuestros y hasta heridos de bala. Tampoco saben que esas acciones son atribuidas a grupos afines al MAS y que, lejos de reprimir, la Policía y el Ejército protegieron a las caravanas hasta que fue imposible proseguir y debieron retornar.
El pliego acusatorio fue labrado tras escuchar a una sola de las partes, la del MAS, la misma que promovió las protestas, los incendios y las tomas, aquella que estuvo a punto de hacer explotar la planta de Senkata. ¿Por qué no se escuchó a la otra parte?
Y ahora, al enterarnos que uno de los jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos es, al mismo tiempo, abogado de Evo Morales, tenemos un indicio de por qué la CIDH actúa de manera unilateral y con total parcialización hacia el MAS. No se trata solo de afinidad ideológica sino, también, de intereses económicos.