Si lo sucedido en los últimos días a raíz del bloqueo inhumano de caminos y carreteras en plena pandemia no motiva un inmediato cambio de conducta de los candidatos que aspiran a gobernar el país, el futuro que le espera a Bolivia en los próximos años puede ser tan sombrío como dramático.
De hecho, ya antes de la pandemia se vaticinaba un prolongado período de crisis económica por causa de la sostenida –pero drástica– caída de los precios internacionales del petróleo y los minerales, principales sustentos de la economía boliviana, y también por la total falta de proyección y visión de futuro con que el anterior gobierno administro el período de mayor abundancia de nuestra historia.
Ahora, sin embargo, las consecuencias de la pandemia en la economía mundial, y particularmente en la boliviana, dibujan un panorama aún más complejo que deberá afrontar el próximo gobierno.
Pero no es todo. No podemos perder de vista que, luego de los catorce años de gobierno de Evo Morales, el país ha quedado con profundas fisuras y heridas sociales que hacen prever nuevos escenarios de inestabilidad social, tanto o más difíciles y violentos que los vividos en los últimos días de bloqueos.
Más todavía si tomamos en cuenta que una de las principales herramientas de ejercicio político de Evo Morales y de la cúpula dirigencial del MAS, desde antes de llegar al poder el año 2006 y después de abandonarlo en noviembre del pasado año, es la desestabilización política por la vía de los conflictos y la convulsión social.
Es previsible, pues, que además de la crisis económica, la próxima administración deba sortear con momentos de conflictividad tanto más implacables que el experimentado en los últimos días, cuando las carreteras fueron cerradas inclusive al transporte de insumos médicos requeridos con urgencia en los hospitales para atender a los pacientes de covid-19, algo no ocurre ni siquiera en tiempos de guerra.
Esto obliga a todos los candidatos actuales –incluida, por supuesto, la presidenta Jeanine Áñez– a repensar el comportamiento que han mostrado hasta ahora, a hacer los renunciamientos que fuesen necesarios y a demostrar una conducta patriótica antes que electoralista y puramente circunstancial.
Si a la presidenta Áñez debemos atribuirle la responsabilidad de haber minado su autoridad y legitimidad iniciales por electoralizar un gobierno que tenía objetivos transitorios muy precisos, al resto de los candidatos debemos también censurar su falta de voluntad real para construir una alternativa política sólida, tal cual lo demandaban amplios sectores de la ciudadanía.
Todos ellos han demostrado lamentables señales de debilidad, en unos casos, y de ausencia en otros, en momentos de alta tensión que exigían –cuando menos– pronunciamientos enérgicos antes que cálculos políticos.
Faltan apenas dos meses para las elecciones del próximo 18 de octubre, margen muy estrecho pero suficiente para que esos líderes políticos actúen con la responsabilidad histórica que la hora presente y los desafíos futuros lo demandan.
No hacerlo ahora, sea por ambiciones personales o intereses de poder de grupos políticos, económicos o regionales, puede derivar, irremediablemente, en la conformación de un gobierno débil cuando lo que el país requiere es, precisamente, todo lo contrario.
Los actuales actores políticos no tienen mejor expediente que el de las lecciones aprendidas del pasado reciente para no cometer, ahora, los mismos errores.