Conforme le ordena el art. 225 de la CPE, el Ministerio Público debe defender la legalidad y los intereses generales de la sociedad, teniendo bajo su responsabilidad el ejercicio de la acción penal pública. Ejerce tan delicadas tareas según principios de legalidad, objetividad, responsabilidad, unidad y autonomía, entre otros, teniendo –dice el papel– autonomía funcional. Se trata, entonces, de una magistratura taxativamente encargada de la defensa del ciudadano que integra la sociedad, ante ataques lesivos contra sus principales bienes jurídicos como son la vida, la salud y otros de alto interés público.
La misma CPE asigna competencia a la Asamblea Legislativa para designar a su máxima autoridad –a diferencia de los restantes altos cargos del sistema de administración de justicia, que ornamentalmente fueron a elecciones– y también para juzgarle por delitos cometidos en ejercicio de esas funciones, tiñendo esas decisiones de un inocultable matiz partidario, pues la ALP es el órgano donde confluyen naturalmente esas fuerzas.
Cuando esa instancia está controlada por una sola tienda partidaria, ocurre lo que ya se lamentó con la anterior gestión fiscal (2012 – 2018), funesta por donde se la vea y, por si el anterior fracaso no hubiere sido no solo suficiente sino evidente, el MAS nos repitió la dosis y eligió nuevamente a otro operador partidario, para tamaña responsabilidad: defender la legalidad y la sociedad (NO al partido, que conste).
Así las cosas, cuando el actual FGE fue elegido en medio de circunstancias sumamente extrañas (ampliamente documentadas como salió después y que estaban siendo investigadas por sus subordinados, antes de un pase de magia de la justicia pluri), el foro, al menos el básicamente informado e instruido, no se hizo muchas expectativas sobre el siempre prometido cambio de gestión, pues su antecesor había convertido al MP en una repartición MAS del régimen, una suerte del patio trasero del Miniesterio de Gobierno y del Ministerio de Justicia.
Pero, como la realidad supera frecuentemente a la ficción tratándose del plurinacional, el desempeño del nuevo fiscal no solamente no mejoró sino empeoró hasta niveles inauditos, como cualquier observador medianamente avispado podrá objetivamente comprobar: por sus frutos los conoceréis (Mateo 7-15-20).
Probablemente como antes había ocurrido, la gestión fiscal hubiera transcurrido plácidamente en medio de escándalos y principalmente encubrimientos a sus hermanos del partido muy bien disimulados por sus correligionarios, pero, como la realidad resulta siempre mucho más dura, ocurrió que desde la nueva coyuntura surgida a partir de la fabulosa insurgencia ciudadana que le sacó la roja a su jefazo pillado en flagrancia en fraude electoral, el FGE ha quedado en evidente 'off side', a la vista de todo el estadio, sin necesidad siquiera del famoso VAR y, lo que es peor, en medio de varios fuegos cruzados que no solo arriesgan su ya cuestionada gestión, sino su futuro personal y profesional.
Funcional y personalmente, la situación del actual FGE es altamente complicada, está en medio de la tormenta perfecta: La CPE le obliga defender la legalidad y al ciudadano, pero su inocultable militancia (ampliamente probada por los cargos y desempeños antes cumplidos, etc.), la sistemática actividad delictiva de sus 'conmilitones' y el cambio político registrado, le han puesto en evidente off side que no solo le ha dejado completamente lastrado y deslegitimado para seguir en el cargo aplicando la “doctrina del meterle nomás”, sino día que pasa e incumplimientos que multiplica, le aseguran –renovación legislativa de por medio– un futuro más negro que el color de la bandera partidaria que en la realidad defiende y privilegia. Defender la sociedad y al partido, definitivamente, no riman, al menos en la nueva realidad política boliviana, como prueba más allá de toda duda razonable su cotidiana inmolación en pro de su jefazo fugado, aunque más sabe a harakiri. A propósito, Miyamoto Musashi aconseja: “Puedes abandonar tu propio cuerpo, pero nunca abandones tu honor”.