A una semana de unas nuevas elecciones generales, ingresamos el último tramo de las campañas proselitistas con un clima de incertidumbre por lo que pueda ocurrir el 18 de octubre, cuando las diferentes encuestas continúan arrojando porcentajes altos de indecisos y cuando todo hace prever un final cerrado en la carrera por quién será el próximo presidente de los bolivianos.
Nos aprestamos a decidir lo que va a pasar con el país en los próximos cinco años y esta es una responsabilidad que lamentablemente no todos alcanzan a dimensionar, entre otras cosas, por falta de una adecuada educación cívica que, como sabemos, viene desde la escuela pero que, además, debería completarse en cada hogar.
¿Cuántos le dan a su voto la importancia que realmente tiene? ¿Y cuántos saben reconocer el valor de su participación en una sociedad democrática, habiendo dejado en el pasado los indeseados tiempos de la dictadura? Una democracia, aunque pueda resultar una verdad de Perogrullo, no se reduce al simple acto de la votación.
Estas elecciones llegan determinadas por una confluencia de crisis que tienen al país en vilo: una crisis sanitaria, producto de la pandemia del coronavirus aún en curso; una crisis económica, que, aumentada por la anterior, tiene en aprietos a un porcentaje muy difícil de definir en una magnitud requerida para poder asistirla como correspondería; y, finalmente, una crisis política, marcada por una fuerte polarización.
Esa polarización, que por inmadurez democrática suele confundirse con intolerancia y que deriva no pocas veces en violencia política, tiene en vilo casi permanente a la población debido a sectores proclives a la provocación y, todavía más, a la convulsión social.
Hace apenas un día que hemos recordado el 38 aniversario de la recuperación de la democracia, un hito que en su momento costó sangre y luto, pero la conciencia de ese y de otros acontecimientos históricos para esta nación parece evaporarse como agua entre las manos justo cuando más necesaria es la memoria.
Las elecciones de gobernantes, de presidente y vicepresidente, además de diputados, senadores y representantes supraestatales, tienen este año connotaciones muy especiales. Y este mes de octubre tampoco debe ser considerado como uno más. Bolivia recoge entre sus páginas claroscuras a varios octubres que conviene siempre mantenerlas presentes, en ciertos casos, para no volver a escribirlas y, en otros, sin duda mejores, para tomarlas de ejemplo a seguir.
Simplemente mencionaremos aquí tres: el 10 de octubre de 1982, fecha en que juró como presidente Hernán Siles Zuazo para, desde entonces, inaugurar el más largo periodo democrático de la historia del país; el denominado “Octubre Negro” de 2003 cuando una revuelta social en contra de medidas del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada abría paso a una nueva etapa política; y, la “Revolución de las Pititas”, hace un año, con el país agitado por la noticia de un fraude electoral, algo que la población tampoco estaba dispuesta a aceptar y por eso se mantuvo firme durante 21 días ininterrumpidos hasta torcerle el brazo al entonces presidente Evo Morales.
Faltan nada más que siete días para decidir quién ocupará la primera magistratura del país y, solo con retroceder en el tiempo a otros octubres, da la sensación de que la responsabilidad del voto individual de los ciudadanos se duplicara.
El próximo domingo, cuando estemos frente a la papeleta electoral, la ciudadana o el ciudadano tendrán que optar por una entre varias alternativas. Se trata de un derecho, pero también de una obligación que, idealmente, tendría que ser asumida de la manera más informada y consciente posible.
Para eso está trabajando este periódico y su equipo de periodistas, en pleno, sabiendo que lo que se avecina no es poco. Son tiempos de definiciones no solamente para los días que corren, sino también para los que vendrán. Porque involucran el devenir de nuestros hijos, de las futuras generaciones de bolivianos.