Poco a poco, a lo largo de décadas –sino siglos–, pareciera que nos hemos acostumbrando a la idea de que la política hay que concebirla como un campo de batalla, donde el objetivo justificado y último es acceder al poder y detentarlo bajo un halo de legitimidad creado en actos electorales. Es más, ese escenario se anticipa ya en las campañas electorales donde el objetivo no consiste en competir sanamente con los otros contendientes sino en destruirlos, sea como sea; y en tal sentido, se ha creado un cierto sistema moral de la conducta política que como lo que importa es el poder por el poder, todo queda justificado.
En una política pensada como campo de batalla lo importante y necesario es establecer trincheras, desde estas se conciben las interactuaciones con el otro, visto como enemigo.
Lo dicho anteriormente ayuda a entender que, en ese campo de batalla, las acciones políticas se desarrollan en la lógica del enemigo, no del oponente o adversario, en un fuego cruzado donde se lleva más aplausos (o votos) el que ataca más duro, más fuerte, más letalmente y a esos escenarios se va acostumbrando una sociedad acrítica. A eso hay que añadirle que es importante, para quienes así conciben el modo de hacer política, establecer líneas de avanzada, frente a frente con el “enemigo”, afincarse en trincheras que son una suerte de espacios seguros, de autoprotección, pero que al estar próximas al campo enemigo se deben mantener a todo precio, ya que solo así se podría avanzar en el ataque.
Esas trincheras, aparentemente ideológicas, de intereses reales, de un velado sistema de creencias y valores y que –como en el frente– son innegociables, llevan a la imposibilidad del diálogo democrático y plural, a la escucha activa y respetuosa de las diferencias, a la inviabilidad de proponer otro horizonte más allá de acceder al poder y ejercerlo en beneficio de unos cuantos, los más funcionales a los intereses de la cúpula o del líder.
Precisamente porque en la “arena política” es necesario establecer trincheras que afiancen las propias y muchas veces ensimismadas visiones de la realidad, resulta muy difícil o imposible generar acercamientos, encuentros, diálogo, negociaciones con base en objetivos mayores al interés coyuntural; en definitiva, no es posible plantear que el objetivo de la política no sea el poder sino el bien común, en una secular confusión entre medios y fines.
El poder, su ejercicio, su funcionalidad y su horizonte mayor podría ser el bien común, para lo cual es necesario abandonar esa lógica de campo de batalla con trincheras bien plantadas por donde nada ni nadie puede pasar por encima, a riesgo de ser fulminado en el intento.
Considero que uno de los grandes problemas es que ese modo de concebir y actuar en la política lo hemos asimilado, naturalizado y legitimado. Resulta casi absurdo, altamente idealista, pensar otras formas de hacer política. Y es que en definitiva, dado que conviene a los intereses de los poderosos, todo está justificado, nos parece impensable cuestionar las lógicas del sistema de valores en las que se cimienta el ejercicio del poder; difícilmente somos capaces de tener una visión con una perspectiva más amplia, de caer en la cuenta que la política es una construcción humana sin más, como otras posibles, aunque se busquen, sin decirlo, apoyos sagrados o divinos.
La política de las trincheras, de las que no se quiere salir ni exponerse, tal vez porque desnudaría las debilidades sobre las que se asientan las posiciones, jamás llevará al encuentro, porque al otro se le teme, se le odia, solo puede ser descalificado, es el “enemigo” ficticio al inicio pero que a la larga se lo asume como absolutamente real. Esa política, instalada tanto para defenderse como para atacar, no es así porque sí, lo es porque nosotros la hemos hecho así.
* Es jesuita y teólogo.