“No hay libro tan malo que no tenga algo bueno”. La frase aparece dos veces, con escasas variantes en las últimas palabras, en la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la obra cumbre de Miguel de Cervantes Saavedra.
El innegable prestigio de Cervantes en el mundo de las letras es una de las razones por las que se fijó al 23 de abril como Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor. El mal llamado “manco de Lepanto” falleció el 22 de abril de 1616 y fue enterrado al día siguiente. La fecha coincide con la del fallecimiento de Williams Shakespeare, 23 de abril de 1564, pero en el calendario juliano —pues si se homologa al gregoriano la fecha vendría a ser 3 de mayo de 1616—. Lo propio ocurre con la data de la muerte del inca Garcilaso de la Vega, 23 de abril de 1616, aunque en este caso sí aplica el calendario gregoriano. Esa triple y forzada “coincidencia” —a la que después se agregaron otras, de otros autores— dieron lugar a que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés) fije la fecha con fines celebratorios en su conferencia general de 1995.
En este 2021, el protagonismo del Día Internacional del Libro y el Derecho de Autor se lo llevó la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia (FcBcb) a través de sus repositorios, tres de los cuales tienen sede en Sucre y Potosí.
Así, las actividades conmemorativas fueron ejecutadas a través de la Casa de la Libertad, el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, en la capital, y la Casa de Moneda en la Villa Imperial. Lo que se hizo fue propiciar ferias en las que se pudo apreciar parte de la producción bibliográfica en ambas ciudades.
Es cierto. Hay investigación, y también publicaciones, pero el impulso de los organismos oficiales ha ido decayendo con el paso de los años y, en ambas ciudades, los libros parecen haber pasado a segundo plano.
Hasta hace unos años, la capital tenía una respetable biblioteca frente a la estación Aniceto Arce, la de la Fundación Pachamama, donde solían realizarse diversas actividades de fomento a la lectura no solo el 23 de abril sino todos los días del año. La inoperancia de la Alcaldía de Sucre para pagar sus gastos básicos de mantenimiento dio lugar a su cierre. Su falta se siente, más aún en tiempos en los que internet ha torcido el sentido de la lectura.
Se suponía que esa falta iba a llenarse en gran medida con el Centro Cultural La Sombrerería, cuyo destino sigue en la incertidumbre precisamente por la falta de una política cultural seria y no politizada.
En Potosí, la palabra biblioteca es sinónimo de lástima debido al penoso estado en el que se encuentra la más grande de carácter público, la municipal, cuyo estado de conservación es prácticamente ruinoso.
Con excepción de la que existe en la Casa de Moneda, y que es parte del Archivo Histórico de Potosí, la Villa Imperial no tiene una biblioteca digna porque el proyecto de la Casa de Armando Alba sigue durmiendo el sueño de los justos.
La falta de bibliotecas es una alarmante señal de incultura. No es posible que las dos ciudades patrimoniales de Bolivia deban ceñirse a las que ahora dependen de la FcBcb; dicho sea de paso, la que administra el ABNB siempre se ha caracterizado por su excelencia, como su Archivo, destacado a nivel nacional e internacional.
A estas alturas del siglo, deberíamos tener lugares de lectura y consulta, por lo menos, en los distritos municipales más poblados.
Entonces, hay que admitir, una vez más, que en Sucre y Potosí hay gente que escribe, pero falta que sus obras sean publicadas con un verdadero criterio editorial. Faltan libros y faltan bibliotecas. Esa es una realidad que ninguna feria podrá cubrir.