Me impresionó la película que vimos hace unas semanas en el hogar-internado. Tu mirada, siempre atenta a la pantalla, con los ojos bien abiertos, derrochaba interés. Vivíamos la Semana Santa y fueron varios los filmes religiosos que nos acompañaron para entender mejor la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.
Título: “Éxodo-Dioses y Reyes”. Director: Ridley Scott. Año: 2014.
Resultó interesante para vosotros, chicos, por las muchas escenas de guerra y conflicto en ese mundo violento del Egipto dominador y esclavista. Moisés, criado como príncipe en la corte del faraón y convertido en el gran libertador del Antiguo Testamento, se alzaba ante nosotros como el héroe vulnerable que debe superar obstáculos ante un personaje oscuro, el soberano Ramsés, hijo de Seti.
Por arte y deseo del director, y más allá de la versión bíblica, Dios queda representado en la persona de un niño. Ya desde el episodio de la zarza ardiendo. Un niño que en varias ocasiones habla con Moisés y le va guiando en el proyecto de redimir al pueblo judío y conducirlo a la Tierra Prometida.
Siempre son interesantes estos “caprichos” de los directores de cine que aportan su originalidad y frescura, en este caso al texto bíblico, sin que por ello quede quebrada totalmente la historia real. Además, el Dios-niño es fuerte, seguro, enérgico, censurador de la maldad que demuestran “esos faraones que se creen dioses…” Moisés, en medio de su inseguridad, tiene momentos duros en que no le entiende y hasta parece discutir con Él.
Quisiera conocer los motivos que tuvo Ridley Scott para convertir a Dios en un niño, más o menos, preadolescente. Y desechando ese su talante duro, imagino al buen Dios como un niño, o niña, que sin dejar la fortaleza y seguridad que deseamos para nuestros peques, aparezca con la bondad, la inocencia y la ingenuidad que también reclamamos para ellos.
Seguro que estás pensando que soy un sentimental. Es posible. Pero, querido amiguito… ¡Dios es niño! Es la mejor imagen, la más segura, a la hora de creerle. Y porque creemos en El, nos urge a la reflexión.
En el pasado Día de la Niña y el Niño hubo buenas palabras y buenas intenciones. Eso está bien. Porque la situación de las niñas y niños sigue siendo incierta en todas las latitudes. Agravada ahora por la dura pandemia que seguimos padeciendo. Pandemia en la que ellos nos están dando una grata lección de resistencia y adaptación.
Conmigo, no veas en las niñas y niños sólo sujetos de educación, óptima alimentación, buen entorno familiar, aprovechamiento lindo del tiempo libre… No es solo procurarles lo necesario para que no sean víctimas silenciosas de abusos inconfesables y trabajos degradantes que les marcan de por vida. Todo esto es bien necesario. Pero hay más.
La niña, el niño, son un tesoro de emociones, sentimientos, pequeños proyectos, ansiedades y actitudes ante la vida que van construyendo en sus iniciales años.
Hablar con ellos, acompañarlos, es adentrarse en un jardín de sorpresas que los adultos “escuchadores” nunca hubiésemos sospechado. Te lo aseguro. Se trata de estar muy atentos a su lado, escudriñando, con respeto y cariño, cada mirada, cada sonrisa, cada tic nervioso, cada tristeza, cada enojo, cada palabra. Y también, cada silencio. Sobre todo, cada silencio.
Se trata, claro está, de llegar a su corazón. Al de ellos y también al de cualquier semejante que nos necesite. Por ejemplo, nuestros abuelos, nuestros adultos mayores que entraron, casi sin quererlo, en una segunda y bendita infancia.
Y a ti, changuito que lees esta columna, recién salido de la infancia y afrontando la dura adolescencia, soñadora de jornadas juveniles, te pido también fortaleza, empeño, disciplina, en tu formación académica, técnica y espiritual. Que con tu mejor aportación seas ejemplo y estímulo para tus compañeros y amigos menores. ¿Lo harás?
Ah, en cuanto pueda volveré a ver la película de Scott. Para analizar mejor los diálogos tan vigorosos entre Dios-niño y Moisés. ¿Me acompañarás?