La relación entre prensa y política, en cualquier país del mundo, siempre ha sido de tensión y controversia. Dependiendo de sus dinámicas, construyen o destruyen democracia.
La libertad de expresión, como instrumento para el control del ejercicio del poder de los gobernantes y otros actores clave de una sociedad, uno de los mandatos esenciales de la prensa que la canaliza, no termina de ser comprendida por la población y, en su medida, está siendo manipulada –para su beneficio– por el mundo político y sus aliados.
Con deshonestidad e irresponsabilidad se están apartando del marco jurídico que protege el derecho a la libertad de expresión, reconocido por la mayoría de constituciones en el mundo, así como por los principales instrumentos internacionales sobre derechos humanos como la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 19º), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 19º) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 13º), que resulta de obligatorio cumplimiento para cualquier Estado.
Pese a ese orden de importancia, por los aportes que ha realizado en los países con democracias consolidadas y que han sido reconocidos en el hemisferio por diversas instituciones internacionales y organizaciones de derechos humanos como la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que ha promovido y celebrado acuerdos y declaraciones como la de Chapultepec (México, D.F. el 11 de marzo de 1994), hace buen tiempo que algunos gobiernos, con acusaciones de corrupción, otros crímenes y perfil antidemocrático, están empeñados en capturar e instrumentalizar a la prensa para usarla de aliada en sus proyectos políticos.
Dependiendo del país se aprecia –no estoy generalizando– una defensa del “modelo” imperante. Hay una santificación del estado de cosas en lo económico, también social, político y cultural. Es cuestionable la forma en que lo hacen por su falta de ética periodística.
Se crean o maquillan, para servir a esos intereses, efectos beneficiosos; por ejemplo al jugar con las variables crecimiento económico y disminución de la pobreza, considerando que la brecha social sigue siendo profunda. Está también el desprecio y abandono –del Estado a través del gobierno en sus distintos niveles– a pueblos alejados de las grandes urbes, que para esa prensa no cuenta por ser intrascendentes.
Está ocurriendo de nuevo, en el marco del proceso electoral peruano. Periodistas y medios de comunicación, al servicio de una candidatura y de cancerberos de su oponente, al que no dudan de calificar de “comunista” y “terrorista”. Todos a uno y en sintonía, bajo los mismos libretos. Ocurrió en la década del 90 y luego el 2011, cuando el expresidente Ollanta Humala fue candidato y fue satanizado por el “peligro” que representaba su discurso para la “estabilidad” y los “avances y crecimiento del país”.
No hay periodista peruano, hoy, que no sea consciente de que ese “modelo”, 10 años después, sigue generando inequidad y desigualdad y que debe ser revisado. No obstante, en lugar de visibilizarlo y canalizarlo –para que sea agenda para el próximo gobierno– lo ocultan usando adjetivos calificativos que distan mucho de un periodismo ético, independiente y constructor de democracia.
Están, entre otros planos y más allá de mi Perú, incumpliendo su obligación de tejer confianza entre gobernados y gobernantes. Una confianza basada en la ética de las personas, es decir en la coherencia entre principios, valores y hechos. Se han vuelto previsibles en sus actos. Están sirviendo a la opresión de pueblos. Son los principales causantes de la polarización de nuestras sociedades y de esa violencia silenciosa que, en los últimos días, les ha arrebatado la vida a muchos colombianos y colombianas.