La crisis económica en el país es evidente; sin embargo, en las calles de las ciudades hay una relativa calma, como aquella que antecede a una tormenta. Si bien las protestas no son algo que podamos extrañar, al menos llama la atención este silencio temporal de las organizaciones sociales.
Producto de una paulatina desaceleración iniciada en el año 2016, a la que se sumaron los eventos sociales y políticos del 2019, más la pandemia y las elecciones del 2020, hoy los indicadores macroeconómicos de esta crisis muestran unos huecos enormes en las arcas del Estado y un deterioro considerable en el aparato productivo del país; lo peor, sin miras a una pronta recuperación debido a la ausencia de medidas de política pública orientadas a priorizar el alivio de la crisis económica por encima del ajuste de cuentas político.
En inmediaciones de las reparticiones públicas en La Paz, se divisan arremolinados grupos de personas esperando ser atendidos por algún funcionario del partido de gobierno. Mientras unos buscan cristalizar algún proyecto para sus regiones que implique algún movimiento económico, otros hacen colas por una oportunidad de empleo. Pero todos tienen en común cierta “esperanza”. Los economistas denominan a esto “expectativas”, en este caso serían expectativas de ingreso futuro que esperan del proyecto o el empleo. Esta expectativa aún vigente en muchas personas agrupadas en organizaciones sociales es uno de los elementos que mantiene la tensa calma social en plena crisis económica.
Sin embargo, el gobierno ya completó su organización, la pugna entre los anteriores y los que “ahora les toca” ya casi está zanjada; pasaron las elecciones subnacionales y el horizonte local para las expectativas es más concreto. Pronto los cargos disponibles en los gobiernos locales serán cubiertos y con los pocos recursos en las arcas del Estado para atender las demandas, las esperanzas de personas y grupos quedarán rotas, mientras los ahorros agotados y las deudas tocarán las puertas. Entonces la crisis trascenderá de lo económico a lo social y de ahí a lo político.
Según datos del INE al 2019 el Estado aglutina al 18% de la fuerza laboral y ésta crece anualmente en un 4,5%. Haciendo una estimación en cantidad de empleos, con el dato de Población Ocupada al 2019 publicada por el INE de 5.657.696 personas, tenemos que anualmente ingresan a trabajar al sector público 40.700 empleados permanentes. Un dato importante es que el promedio anual de aspirantes a ingresar al mercado de trabajo – personas que buscan empleo por primera vez – fue de 47.800 en el período 2009 – 2017. Este dato estadístico indica que el crecimiento vegetativo del mercado laboral fue absorbido principalmente por el creciente aparato estatal.
Pero la concentración de la actividad económica en el Estado no es un modelo de crecimiento económico; es una estrategia de reproducción del poder, altamente demandante de recursos del Estado. Desde la perspectiva económica, la más eficiente política de empleo es el desarrollo productivo. La demanda laboral se deriva de la demanda de bienes y servicios del sector productivo; por lo tanto, si no hay una recuperación de la producción es muy difícil que se creen nuevos empleos. La sustitución de importaciones, propuesta por el presidente Arce al inicio de su gestión, solo sería eficaz si fuera asumida por el sector productivo privado para la sustitución de materias primas e insumos importados, en lugar de solo bienes de consumo, como se intentó en los 1970; peor aún si la política solo se circunscribe a la demanda del gasto público cuya incidencia en el PIB es apenas del 8% y si se mantiene la política de mantener el tipo de cambio fijo indefinidamente.
Luego de su victoria electoral en octubre de 2020, el gobierno tenía la legitimidad suficiente para promover alianzas público – privadas en procura de reactivar el aparato productivo y generar fuentes de trabajo, en procura de atenuar la crisis. Por lo visto, algo así es impensable para este gobierno.