La gente ha perdido la confianza en el sistema judicial hasta un punto inédito e inaceptable. El sistema judicial es uno de los pilares de la democracia y debe ser rescatado. Al hacerlo, tendrá que tomarse en cuenta al menos un elemento esencial: el de la independencia de los jueces y fiscales, mientras ellos no estén protegidos de la incertidumbre económica y de la influencia política, no podrán garantizar el debido proceso y la protección de los derechos ciudadanos.
El año 2009 se puso en vigencia un inusual experimento: la elección popular de magistrados. Seguramente se esperaba que con independencia de origen en su mandato, los magistrados podrían ejercer su mandato con la misma calidad de “representantes del pueblo” de los legisladores y del presidente del Estado. Pero al mismo tiempo se establecieron tantas limitaciones (no pueden hacer campaña, duran sólo seis años en el cargo, son preseleccionados por la mayoría parlamentaria) que, en vez de lograrse su independencia, se consiguió exactamente lo contrario.
La elección de magistrados los subordinó a los partidos que los promueven. Los electores votaron sin conocerlos, y por eso también rechazaron su elección votando en blanco y nulo en abrumadora mayoría. Y su breve paso por el cargo se ha convertido en uno más de sus currículums profesionales. De hecho, estos cargos han dejado de ser culminación de una carrera y a veces son solamente el inicio. Los mismos jueces parecen tomar decisiones pensando que tendrán toda una vida para corregirlas, olvidarlas o esconderlas.
La curiosidad me llevó a leer las actas de la Asamblea Deliberante que fundó Bolivia y lo planteado por Bolívar en la primera Constitución. En ella se crea la Corte Suprema, con un vocal por departamento, y se le da la autoridad necesaria para organizar todo el sistema judicial.
En esa sencilla norma se garantizaba la independencia de los jueces con su inamovilidad. Todos los magistrados, desde los de la Suprema hasta los jueces de partido, debían ser vitalicios, ejerciendo su autoridad “cuanto duraren sus buenos servicios”. Por supuesto, podían ser removidos mediante procedimientos judiciales y por tanto no estaban exentos de cumplir las leyes. Pero al ser vitalicios podían ejercer la magistratura libres de la voluntad o la influencia política que sí estaba sujeta a renovación periódica de acuerdo con la votación de los electores.
Para llegar entonces a la Suprema se planteaban, además, requisitos de edad y experiencia que eran bastante exigentes para la época. Tener al menos 35 años en un tiempo en que la esperanza de vida era de 50 equivaldría hoy a exigir una edad mínima de 50 años para la Suprema. Y se esperaba que además hubieran sido previamente magistrados distritales o que tuvieran al menos 10 años de ejercicio profesional.
En otras palabras, la independencia de los jueces no descansaba en el origen de su mandato, como es el voto de los electores en el caso de los legisladores, sino en su especialización profesional y autonomía laboral. La seguridad del cargo vitalicio le daba al juez la suficiente tranquilidad como para juzgar sin temor a ser removido por el poder de turno. La forma de elección involucraba a dos Cámaras: los senadores enviaban ternas a los censores (diputados) y éstos elegían de dichas ternas.
Una rápida revisión de otras constituciones nos muestra que esta práctica es muy frecuente, sobre todo en los países que han consolidado mejor sus estructuras institucionales: Noruega, Dinamarca, Gran Bretaña, Suecia, Estados Unidos, Japón. En algunos se fijan límites de edad (70 o 75 años) pero en general se le da tal importancia a la selección y a la designación, realizadas por cuerpos o autoridades diferentes, que tiende a prevalecer el mérito ético y profesional en el proceso, pues se trata de designar una autoridad que trascenderá a la propia.
La duración del cargo y la estricta jerarquía establecida en la carrera judicial permiten que los supremos culminen su carrera ejerciendo precisamente la más alta responsabilidad que implica la misma.
La experiencia histórica enseña que podemos corregir los errores. No hace falta para ello volver a la experiencia previa sino más bien mejorarla, para lo cual podríamos pensar en el origen fundacional. O sea: designaciones vitalicias aplicando las exigencias de selección, y autonomía económica determinando una proporción mínima del presupuesto para el órgano judicial, que debería tener autonomía de gestión. Nada de esto libraría a los jueces de cumplir las leyes que rigen para todos, por supuesto, incluyendo las de rendir cuentas y someterse al control presupuestario.
Necesitamos transformar la justicia con absoluta urgencia y eso pasa por recuperar y garantizar la independencia judicial. Una Suprema en serio y con autoridad podría encargarse de reconstruir todo el sistema, que hoy se cae a pedazos de pobreza, desgaste o podredumbre, según dónde se mire.