Todos tenemos la experiencia –también vosotros, chicos del hogar-internado– de dedicar un tiempito a pensar cuántas personas, a lo largo de semanas, meses y años, han pasado ante nosotros, como amigos, amigotes, colegas, cumpas, compañeros… O “cuates”, en vuestro argot adolescente. Y más términos que espero me podáis enseñar.
Está claro que la palabra “amigo” destaca sobre las demás. Es una palabra seria, llena de admiración y confidencia. De intimidad. De sonrisas francas y lágrimas compartidas. Por eso escuchamos aquí y allá que amigos hay pocos. Que se cuentan con los dedos de la mano. Y sobran dedos.
En la aventura de la amistad todos, jóvenes y adultos, estamos embarcados. La amistad se alza como habilidad fundamental de nuestra vida. Nos apasiona, nos complica, nos modela, nos desafía. Porque necesita madurez. Aprendemos con los años a darla plenitud o, quizá, llegamos a sentirnos frustrados, confundidos, sin atribuirla un significado suficiente como para que repose serena en el corazón.
La vuestra, queridos changuitos, es la edad que os permite ensayar diálogos, forcejeos, acercamientos, distanciamientos. Y todo ese bagaje de mágicos momentos, repletos de chistes, sonrisas, bromas. Momentos ciertamente desenfadados. Cuando los apodos, por ejemplo, intentan definiros. Cuando las conversaciones se tornan picantes, audaces, hasta diríase que transgresoras. Cuando el mejor amigo te exige, te anima, nunca te traiciona, te hace bueno, sencillamente bueno.
Con estos ingredientes podéis encontrar, en verdad, el gran amigo, el imprescindible, aquel con quien compartir rincones del alma, que diría el poeta: frustraciones familiares, abandonos hirientes, enamoramientos incipientes, silencios que significan mil palabras… Oportunidad para vivir con el amigo lo correcto o traspasar la frontera del delito, la infracción y aprender la dura lección de que la delincuencia hirió de muerte la amistad. Sois siempre libres para elegir.
Y los adultos, ¿tenemos amigos? Disculpen la pregunta, atrevida e inquietante. En los ambientes de trabajo, en las oportunidades de un voluntariado que ayude a muchos, en el benéfico tiempo libre, en la colaboración parroquial. Es más: en el ámbito del partido político, en el difícil discurrir que pretende mejorar estructuras sociales, en los negocios arriesgados que mueven harta plata, en el cuidado bondadoso de la naturaleza, que es buena amiga.
Amigos… ¿habrá quien los tenga?
Leemos en Eclesiástico, libro del Antiguo Testamento, que encontrar un amigo es encontrar un tesoro (Eclo 6,14). Y nos admiramos ante la amistad a toda prueba que vivieron David -futuro rey de Israel- y Jonatán, que encontramos en el comienzo del capítulo 18 del Primer Libro de Samuel. El mismo Señor Jesús eligió a aquellos doce apóstoles y no dudó en llamarlos amigos (Jn 15, 14-15) a pesar del beso de Judas que consumó la traición (Lc 22, 48).
El compositor inglés Andrew Lloyd Webber, autor de numerosas obras musicales en los finales del siglo XX, escribió el tema: “Amigos para siempre”. Me atreví a usarlo como título de esta columna, pero con interrogantes.
A lo largo de nuestro caminar se acercan, y después se alejan, multitud de personas. Es inevitable que muchos nombres desaparezcan en el horizonte del rutinario vivir. Incluso, gentes con quienes tuvimos grandes confianzas y encuentros. Es ley de vida, sin duda. No podemos anclarnos en todos y cada uno.
Pero el amigo, el gran amigo, ¿es para siempre? Pregunta abierta para responderla ustedes que leen estas líneas. Demasiadas prisas nos rodean, que hacen difícil la insistencia y el acompañamiento en la amistad. Demasiadas facilidades nos brindan hoy las redes sociales en la distancia inevitable o en la cercanía diaria y las consumimos con la pregunta hueca, casi siempre con trivial respuesta: “¿cómo está?”. Quizá demasiadas oportunidades fallidas para una comunicación fecunda, valiente, sin reservas y sin puntos y aparte.
Amigo lector: adolescente, joven o adulto… su amigo, ¿llegará a ser “para siempre”?