Quisiéramos vivamente recibir este 6 de Agosto, día de fundación de Bolivia, en un ambiente nacional de unidad, integración y reconciliación entre los bolivianos.
Desearíamos que esta fecha sea una ocasión para mirar al futuro con certidumbre y esperanza, con la seguridad de que transitamos por un mismo camino hacia un destino común de mejores días y años, con la mirada únicamente puesta en el crecimiento y el desarrollo del país y, por supuesto, en el bienestar de las actuales y futuras generaciones de bolivianos.
Hoy, sin embargo, no podemos evadir la realidad ni pasar por alto el tenso y enrarecido ambiente político y social al que nuevamente ha sido conducido el país por una lucha por el poder fundada en ambiciones políticas e ideológicas antes que en los altos intereses nacionales.
Es esa misma lucha por el poder que signó la historia del país en al menos las dos últimas décadas y que fue la causante de incontables páginas de luto, dolor y enfrentamiento entre bolivianos. Es una suerte de desgracia nacional que tiene al país maniatado, sin poder concentrar todas sus fuerzas y energías en la planificación y la construcción de un futuro más próspero para la Patria y para todos sus hijos.
Después de superar las dramáticas y luctuosas jornadas de octubre y noviembre de 2019, que marcaron la salida de Evo Morales del poder y la posterior asunción de un gobierno transitorio que no supo estar a la altura del encargo histórico que tenía en sus manos, en noviembre del año pasado asumió una nueva administración, encabezada por Luis Arce.
Este es, pues, un gobierno nacido como fruto de unas elecciones generales que reencaminaron el curso democrático del país, luego de la anulación de los comicios de 2019, viciados por un fraude electoral certificado por la Organización de los Estados Americanos (OEA), en el marco de una auditoría integral encargada por el propio Estado boliviano.
Con los antecedentes antes descritos, era de esperarse que los nuevos gobernantes llegasen para propiciar, como tarea prioritaria e inmediata, un proceso de pacificación, reconciliación y reencuentro nacional, para así sanar las profundas heridas sociales que habían dejado sus antecesores. Así, el país podría abocarse a afrontar los difíciles problemas inmediatos, a superar las gravísimas consecuencias económicas de la pandemia y a encaminarse hacia el crecimiento y el desarrollo.
Hoy, sin embargo, la sensación es otra y totalmente distinta a esas expectativas. El Gobierno y toda la maquinaria del poder, controlados por el partido oficialista, parecen únicamente abocados a construir la teoría de que en 2019 se produjo un golpe de Estado. Con ese argumento, y utilizando al Ministerio Público y a la justicia como instrumentos de persecución política, en los últimos meses venimos presenciando la ejecución de una implacable cadena de juicios, detenciones irregulares e investigaciones fiscales que, a todas luces, no tienen el propósito de hacer justicia y menos de encontrar la verdad, como todos desearíamos.
No es por otra razón que han comenzado a brotar, en distintos foros y en las calles de varias ciudades del país, las primeras expresiones de malestar y de protesta ciudadana. Y todas las señales parecen indicar que se está precipitando al país a nuevos escenarios de tensión, si no de enfrentamiento, con quién sabe qué otros propósitos de quienes aspiran, a cualquier costo, al dominio absoluto del poder político.
Nuestra Patria, que hoy cumple 196 años de fundación y se enrumba al Bicentenario de 2025, no merece seguir desangrándose ni hundiéndose a sí misma por causa de quienes predican la política el odio, la división, la venganza y la discriminación; o por quienes, irresponsablemente, conducen al país no a la unidad, sino al enfrentamiento.