¡911. Veinte años!

César Maldonado, S.I. 11/09/2021
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Me encontraba en el país del norte. El campus de Georgetown me cobijaba. Había retornado al campus dos días antes. Recuerdo que alguien, desde Bolivia, me había pedido ir a reclamar un certificado de matrimonio en alguna parroquia, de la zona de las embajadas, me parece que en la Wisconsin Avenue. Salí de mi habitación y me encontré con otro compañero en el ascensor. Él me preguntó si me había enterado de lo que había pasado. Le contesté que sería penoso enterarme de la muerte de un querido amigo jesuita. Me dijo: no, el Pentágono, está ardiendo, las Torres Gemelas de Nueva York se han venido abajo y un avión, en alguna parte de Pensilvania había caído. Le dije: es un atentado…

Subimos a la azotea de la casa que daba al Pentágono, casi a las orillas del famoso Potomac. Ese edificio estaba en llamas. Bajé a una de las salas de televisión, todos los canales reportaban los impactos de los aviones en los edificios nombrados; incluso los canales comerciales y deportivos estaban con jornadas de consternación. Entonces, aún no se aventuraban a decir que fuera un atentado terrorista. Esto sucedió en el curso del día, ya empezada la tarde.

Los terroristas eligieron un día, mes y fecha que coincidía con el número de emergencia: 911, ahora, también por septiembre (9) 11, en 2001.

Después de ver esos reportes salí a la plaza principal de la universidad. Vi a pocos estudiantes consternados, tristes, cabizbajos, llorosos, incrédulos; algunos estaban abrazados en silencio. Los servicios de ayuda de la universidad pusieron a funcionar inmediatamente los servicios de consejería.

Mi primera impresión de ingenuo y de persona ida del sur era: ¡Impresionante que los poderosos pudieran ser también vulnerables!, esto para mí. Después contemplé más y supe del sentimiento humano. El país más poderoso del mundo había sido golpeado en el centro de su poder militar, el Pentágono y su poder financiero, las Torres Gemelas (dicen que el avión derribado iba a la Casa Blanca, cosa que nunca se confirmó, ni desmintió del todo).

Desde aquel aciago atentado interno en Oklahoma, en 1995, EE.UU. no había sufrido tanta incertidumbre y pena.

Hasta entonces había escuchado decir que EE.UU. siempre había alejado de sus territorios la guerra y el conflicto, hasta que les tocó fuerte, casi en el corazón de lo que más aman y respetan, sus fuerzas militares, sus finanzas y su poder.

Entonces vi a jóvenes y a viejos, a niños vulnerables; gente pidiendo explicaciones para comprender lo que les sucedía. Hasta entonces les habían dicho que eran un país invencible, por lo menos internamente, invulnerable y totalmente seguro. Aquellos atentados probaron que el miedo y la incertidumbre podían conquistar hasta a los más poderosos.

Desde entonces la confianza no fue la misma. Los corazones de esos ciudadanos habían cambiado de forma dramática; desde entonces, la desconfianza era mayor.

Recuerdo que en los meses posteriores aparecían anuncios electrónicos que advertían e incentivaban a denunciar “cualquiera actividad sospechosa”, literal. No especificaban en qué podía consistir la actividad de tal laya, con lo que dejaban a discreción del denunciante la definición de sospecha. Eso podía prestarse a abusos y a discreciones que pudieran ir de lo racista a lo chauvinista, porque algún grupo podría abrogarse el ser totalmente patriota, dejando al resto en el limbo. Gracias a Dios, la gente fue más sensata de lo que se esperaba ante estos anuncios.

El concepto de seguridad y las medidas de seguridad cambiaron. Los vuelos tienen, desde entonces, estrictos controles. Lo que le tocó al país más poderosos se contagió en control a todo el mundo. Recuerdo que en territorio norteamericano uno no podía pararse después del despegue, debía esperar media hora para hacerlo e ir al baño, por ejemplo. Si alguien se paraba antes de tiempo, este sujeto era detenido y el vuelvo retornaba al punto de partida. Vi, en uno de mis retornos a Bolivia, que un agente de seguridad revisaba los pañales y el cuerpecito de una recién nacida. La indignación de los que presenciamos eso no inmutó al agente.

Desde entonces, en EE.UU. se han avivado los conflictos raciales y la violencia racial, sobre todo durante el gobierno del señor Trump llegó a puntos inverosímiles, sobre todo porque se avivaron las teorías de la conspiración que juegan más con la sospecha y la fantasía que con la realidad y la razón. De esto se da en todo el mundo, bajo todos los regímenes.

Estuve presente en aquel 11 de septiembre y les cuento que tuve la oportunidad de comprender que en cualquier país viven humanos, que las penas afectan a todos y el llanto puede llegarnos a todos. También comprendí que, a pesar de la rabia de los gobernantes que invadieron Irak, sin que ese país haya intervenido en el atentado, la gente de a pie es más humana y comprensiva, sabe perdonar y reponerse de las penas.

Todavía tengo en la retina las llamas del Pentágono, pronto borradas de las imágenes de cualquier medio de comunicación. Entonces arguyeron que seguir mostrándolas suponía una invitación a la risa del enemigo y un signo de debilidad.

De aquel suceso ya transcurrieron 20 años y las penas no han cesado de aumentar, por las guerras, violencias y las enfermedades.

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