Hace años, leyendo a una intrépida teóloga española, Dolores Aleixandre, religiosa del Sagrado Corazón, me encontré con ese “hilito de oro” que acabo de colocar como título en la columna de hoy.
Es posible que lo haya leído también en otros autores o escuchado en alguna conversación. Lo cierto es que siempre me pareció original de Dolores. Para ella el hilito de oro es todo lo bueno que tiene una persona. Su verdad más honda. Aquello hacia lo que el buen Dios quiere conducirla. Y lo que hay que hacer es tirar del hilito…
Me parece una imagen sugestiva para nosotros, educadores. Para quienes, en un ámbito u otro de la formación de las personas, nos empeñamos en ayudarlas a crecer, a madurar, a asumir un día en libertad las decisiones importantes.
Voy a otra imagen, igualmente sugestiva. En ella te coloco a ti, amiguito del hogar-internado que, espero, puedas leer estas líneas. A ti y a tus compañeros en el aula, en el comedor, en la cancha, en el taller, en la capilla. En estos lugares, cada día, diferentes educadores os envían sus consignas: conocimientos humanísticos, reglas de urbanidad, estrategias en el juego, insumos técnicos. Y, también, cómo no, mensajes para fortalecer vuestra vida de Fe.
El educador avispado enseguida se da cuenta del interés de algunos y de la desidia o flojera de otros. De cómo ustedes, jovencitos y jovencitas, encajan esa formación que pretende estimular, motivar proyectos, sueños, ilusiones de futuro. Y hasta ideales, aunque esta palabra parece que no está muy de moda.
Ese educador sabe, entiende, que sobran circunstancias que os influyen negativamente: dificultades familiares, carencias económicas, falta de diálogo, aburrimiento, sentiros incomprendidos, el cansino calor del verano ya cercano. A veces la desmotivación es grande. Hay que añadir el compulsivo uso del celular que, usado torpemente, os lleva por oscuros territorios de pantanos y arenas movedizas.
Los seres humanos somos un misterio. Llama la atención cómo ciertas realidades encandilan a unos e incomodan a otros. Estamos receptivos como las esponjas o sacamos las púas como los erizos. Permitidme un ejemplo relativo a la vivencia religiosa o espiritual. Hay quienes se sienten a gusto en
la piel de la Fe, del encuentro con Dios y su Palabra. Experimentan una transformación en su vida que les afecta también en la rutina y ajetreos diarios. Y hay a quienes el mismo mensaje les resbala por la pendiente de la indiferencia y el sinsentido. Escuchan y olvidan.
Nuestra tentación como educadores puede ser la de fabricar bandos: los buenos y los malos. Los que acogen y los que desechan. Los que merecen la pena y los que es mejor olvidar. Pero al actuar así somos conscientes, en un rinconcito del corazón, de que somos injustos. De que no creemos del todo en los jóvenes. De que negamos nuevas oportunidades.
Ahora vuelvo al hilito de oro de arriba. Porque la magia, la sabiduría del educador es descubrir el hilito de oro que todos tenemos. Y tirar de él. Sin miedo. Convencidos de que existe. Hay que encontrarlo dialogando, preguntando, insistiendo pacientemente. Y como es de oro, pues es un tesoro. Y los tesoros –la amistad, la Fe…– nos transforman, nos hacen más buenos, más disciplinados, más auténticos. Nos levantan.
Amigos lectores, ¿seremos capaces de intuir y localizar tantos y tantos hilitos de oro en muchos que nos rodean? Ahora que nuestra realidad social está tan crispada, tan dividida, tan desencontrada, tan sin diálogo cercano y sereno, ¿seremos capaces de ver, con ojos limpios y templados, el brillo, quizá tenue, quizá espléndido, del hilito de oro del contrario, del contrincante, del enemigo…?
Y al tirar de él, sumaremos fuerzas, nunca restaremos. Construiremos puentes –como dice el papa Francisco–, nunca muros.
Sí, el hilito de oro que todos tenemos.