Como el título de bachiller es un requisito ineludible para registrarse en una universidad, asumimos que todos quienes lo hacen han completado el proceso mediante el cual, así sea teóricamente, una persona se convierte en conocedora de humanidades.
Si se entiende que ‘humanidades’ significa un “conjunto de disciplinas que giran en torno al ser humano, como la literatura, la filosofía o la historia”, entonces se concederá que un bachiller en estas tiene, por una parte, el caudal de un mínimo de conocimientos para enfrentar una examinación al respecto, y, por otra, que ha recibido la suficiente instrucción como para comportarse de manera que no ofenda a las demás personas.
Hasta hace por lo menos un siglo, el bachiller en humanidades era, efectivamente, un dechado de conocimientos, así sea en un nivel promedio. Sabía tanto de religión como de historia, música, literatura o matemáticas. Una revisión a los periódicos de principio del siglo XX puede permitirnos corroborar que muchos de ellos abrieron tribuna a los estudiantes de colegio para que estos comiencen a publicar sus primeros trabajos. Ese fue el caso de Carlos Medinaceli, en Sucre, y de Armando Alba y Walter Dalence en Potosí.
Y si de literatura hablamos, habrá que recordar, por ejemplo, que en la obra más conocida de Miguel de Cervantes, “Don Quijote de la Mancha”, encontramos a un personaje que es presentado como alguien muy joven pero dotado de vastos conocimientos: el bachiller Sansón Carrasco. Esa es una muestra de que, en el pasado, los bachilleres eran tan prestigiados que se los consideraba fuentes de conocimientos.
¿Qué ha pasado en nuestras sociedades que los bachilleres cambiaron tanto? Las Pruebas de Suficiencia Académica (PSA) o exámenes de ingreso a las universidades revelan que el nivel de conocimientos de los postulantes es peor año tras año, llegando incluso a niveles bajísimos que muchos podrían considerar, sin ambages, ignorancia casi absoluta.
Claro que una de las utilidades de la PSA es evitar que estos últimos ingresen a las universidades.
Sin embargo, algunos acontecimientos de los últimos años en Sucre y en Potosí, donde universitarios protagonizaron incidentes que oscilaron entre lo vergonzoso y lo perjudicial, ponen en duda el carácter seleccionador que tienen las examinaciones académicas. Se trata de personas jóvenes (y algunas no tanto) que han convertido el bloqueo de sus propios edificios (lo que es igual que perjudicarse a sí mismos) en la única manera de conseguir sus objetivos.
Al ver a universitarios que bloquean edificios y/o destruyen bienes, inclusive los de sus dirigencias estudiantiles, uno se pregunta si los protagonistas son realmente bachilleres y si las PSAs son lo suficientemente efectivas como para garantizar que a las universidades ingresan elementos útiles a la sociedad. En fin, tienen muchos ejemplos, de otros sectores, de los cuales aprendieron a protestar de estas y otras maneras similares.
Se entiende que entre los universitarios haya diferencias ideológicas; es más, las discusiones de ese tipo deben surgir precisamente en las universidades, pero dilucidándose en debates, en discusiones en las que primen las argumentaciones verbales. En lugar de esto, ¿qué vemos año tras año? Intolerancia in extremis. Recientemente, sin ir más lejos, hubo desde enfrentamientos físicos hasta explosiones de cachorros de dinamita. En fin, tienen de dónde aprender…
¡Qué triste es enterarnos de las actividades de los universitarios solo cuando organizan alguna fiesta o cuando acaban resolvieron sus diferencias por la vía de la violencia! Este es un signo más de la ausencia de iniciativas mejores, pero también de cuán preparados llegan nuestros estudiantes —salvo muy buenas excepciones, por supuesto— a las casas de estudios superiores del país.