Hay actitudes, gestos, guiños cómplices en la vida que, como se dice, hacen la diferencia. Quienes nos acompañan, los reconocen y valoran.
Es lo que os vengo comentando últimamente a propósito de las dos sencillas líneas escritas por uno de vosotros, chicos del hogar-internado, con las que me agradecía esa sonrisa en la mañana, a la hora de desearos “buenos días” y bendecir el desayuno que pone el punto de inicio en las actividades diarias.
Se ha dicho siempre que una sonrisa, una humilde sonrisa, quizá a tiempo y también a destiempo, tiene el poder de alentar, consolar, animar a quien afronta dificultades o, sencillamente, aumentar el vigor de quien está tranquilo, sereno, conforme con lo que está viviendo. La magia de la sonrisa, de la pequeña palabra amable, del anónimo gesto servicial, de la mirada cálida, transforma cualquier realidad por dura que sea.
Pero estas cosas ingenuas –como quizá piense más de un lector, adolescente o adulto– si no se practican, si no se viven, se pierden en el oscuro túnel de la indiferencia, de la desazón, del sinsentido, del para qué… Igual que en la cancha, changuitos, hay que “pasar” la pelota para jugar limpiamente en equipo, en la vida hay que pasar, compartir, la sonrisa, el comentario gracioso y reconfortante y, aún más, la disculpa a quien nos hirió, nos puso trabas, nos descubrió algún secreto, nos insultó, nos zancadilleó.
Cuando el ambiente que nos rodea está tan crispado, tan sin diálogo, tan amenazador… Cuando las posturas de unos y otros parece que son irreconciliables… Cuando los proyectos y sueños de muchos han entrado en modo de espera, hasta que el horizonte se clarifique… Cuando… es cuando nos hace más falta la sonrisa, el desahogo confiado, el apretón de manos. Y no digo el abrazo porque la persistente pandemia, que no nos quiere dejar, nos pide seguir siendo prudentes en expresiones de cercanía. Sí, guardemos aún la distancia social necesaria. Llegarán tiempos mejores.
No pretendo pediros, queridos amiguitos, que vayáis al despacho del personaje importante de turno para sonreírle. Ni que os hagáis presentes en un mitin y reclaméis sonrisas a las acaloradas voces que allí alzan sus consignas. Ni mucho menos que enarboléis una pancarta demandando sonrisas en donde discuten nuestros políticos. Bueno, en fin, ¡no estaría mal!
Si no lo vivimos en nuestro entorno diario, rutinario y aburrido, lo demás es tiempo perdido. Si no derrochamos en familia las señales aquí planteadas (recordad: la mejor sonrisa debéis regalarla en vuestra casa), y no tenemos la disciplina necesaria, también a vuestra corta edad, para forjar serenidad y aliento entre quienes sufren, están enfermos o conocen el amargo sabor de la soledad, todo lo demás, grandilocuente y llamativo, solo es un espejismo inocente. No lo olvidéis.
Hay gentes que venden caras sus sonrisas entre los suyos y después las regalan espléndidamente entre los extraños, quizá por turbios intereses o, simplemente, para quedar bien.
Alguna vez me habéis preguntado sobre las sonrisas que, tímidamente, aparecen en el Evangelio, en el rostro del Señor Jesús. Es cierto: los evangelistas son algo tacaños en describir los gestos de cercanía del Maestro. No faltan las lágrimas ante su amigo Lázaro, fallecido. Ni los abrazos y bendiciones a los pequeños que jugaban en la plaza. Ni el toque respetuoso al leproso, despreciado por todos. En sus parábolas hay cariño entre los personajes como aquel recibimiento del padre bueno a su hijo pródigo a quien besó efusivamente.
Estoy seguro de que alguien tan sensible, piadoso, bondadoso, alguien tan lleno de humanidad como el Señor, multiplicó generosamente sonrisas, miradas, apretones de manos, abrazos, comentarios graciosos. Aquellas gentes, las de su tiempo, se sentían seguras y cómodas a su lado.
Hagamos una campaña entre los nuestros. Con un buen márketing. A tiempo y a destiempo. La contraseña, el lema, la clave es sencilla: “¡Una sonrisa!, porfa”.
Y el mundo será un poco más hermoso.