Hace más de un cuarto de siglo poco se conocía lo que era Acnur y menos se sabía la importancia de su titánica tarea, dedicada a apoyar a la agencia de la ONU para los refugiados que se ocupa de aliviar la situación de ellos en todo el mundo.
Episodios que registra la historia como la primavera árabe de 2011, la desintegración de la Unión Soviética (URSS), las dictaduras en Seria, Cuba, Venezuela y Nicaragua, y últimamente la toma de Afganistán por los Talibanes, entre otros, constituyen tragedias humanas ante las cuales los líderes mundiales no han sabido reaccionar. Es decir, parece que los bloques regionales no calibran la ansiedad papable cuando los regímenes nacionalistas endurecen sus fronteras y comprimen las libertades.
Por el 2018, la ONU daba cuenta de que más de 25 millones, en su mayoría menores de 18 años, mujeres y niños, conformaban el colectivo de refugiados. Hay países que reciben mayor cantidad de desplazados forzosos, promueven alojamiento, educación y sanidad para ellos, intentan crear en los lugares de los que huyen las condiciones para que puedan regresar si lo desean, desde luego, en condiciones favorables. En países con dictaduras instaladas, donde no hay derecho a la libertad de expresión e información, parecen una quimera los programas de retorno. Algo más que una gota de agua salvadora en un desierto de necesidades.
No siempre es sencillo distinguir entre refugiados políticos y los que huyen de la miseria, injusticias y desigualdades, cuyas causas son también políticas. ¿Cómo puede resolverse en el mundo este problema mayúsculo? Quizás con presupuestos de países de la Europa Occidental, Estados Unidos, Canadá, Países Bajos Y ONGs que se dedican a captar contribuciones.
En América, ante la quiebra de la economía venezolana como producto del modelo socialista de siglo XXI, más de cinco millones de ciudadanos venezolanos han buscado refugio en países como Colombia, Chile, Brasil, Perú, Costa Rica, Estados Unidos y España, entre otros. Los desplazados reciben, más allá de consejos, reconvenciones, la acogida de residencia transitoria renovable y libertad para trabajar. Sin embargo, sin alojamientos adecuados, por transitorios que sean, sin medios educativos y de reinserción laboral, muchos se abocan a la delincuencia, y los más jóvenes son utilizados en acciones y manifestaciones contrarias a las protestas reivindicativas, como las observadas en Santa Cruz, Bolivia, durante el paro indefinido que logró la abrogación de la ley de enriquecimiento ilícito y financiamiento al terrorismo.
En relación a los desplazados, no se trata de obligarles a que compartan nuestros hábitos, sino de facilitarles que cumplan nuestras leyes, sin excusas religiosas (también las hay entre nosotros: impostura, discriminación, bandas parapoliciales y persecución política sin debido proceso y un mínimo de impedir como obligación del Estado la violación de derechos humanos y las libertades de expresión e información).
Y, sobre todo, no olvidemos que, como indicó un antiguo griego, “todos somos como ellos, nacer es siempre llegar a un país extranjero”.
Sabemos que los refugiados no necesitan de un reconocimiento especial que honre su contribución a la historia del país que los acoge, sino simplemente la solidaridad y facilidades para mejorar sus condiciones de vida familiar, si mayormente lo que prima en los refugiados políticos es la ilusión de regresar a su tierra amada. El cómo y cuándo parec en no estar en la ley, sino en la transformación constructiva esencial de los ciudadanos que dejan legados históricos por los derechos de desplazados, perseguidos y torturados.
* Es abogado, defensor de Derechos Humanos.