A todos nos va quedando claro que la vida no será igual después de esta pandemia. Con o sin cura, cambiará notoriamente y lo más sensato es acostumbrarnos a eso.
La historia enseña que, tarde o temprano, la humanidad aprende a combatir la enfermedad y, si no la derrota, por lo menos consigue controlarla. Eso es lo que ocurrió con epidemias del pasado como el sarampión, la tuberculosis, el coqueluche y el tifus.
Por ahora, la medida más eficaz para impedir la expansión del covid-19 es la distancia física entre las personas. Al evitar el contacto social, la posibilidad de contagio baja al mínimo. Y ahí radica, precisamente, el problema. Hasta antes de la pandemia, la economía de los estados se basaba en la presencia humana en los lugares de producción.
El sistema capitalista está basado en la fuerza del trabajo humano. Este es el que puede sembrar y cosechar alimentos, extraer recursos naturales y poner en funcionamiento las máquinas de la industria. Una sociedad sin interacción humana representa echar abajo todos esos paradigmas y plantear alternativas para que la economía funcione de manera diferente. Ahí está el reto de nuestras sociedades para después de la pandemia.
Precisamente por eso, unos pocos gobernantes se negaron a declarar la cuarentena en sus respectivos países. En Nicaragua, por ejemplo, cuando la pandemia avanzaba de manera incontrolable, las actividades fueron normales, en lo que cabe en un país con las libertades restringidas por su gobierno, no por razones de salud sino políticas. La actividad laboral fue normal, al igual que las aglomeraciones. La justificación del presidente de ese país, Daniel Ortega, es que “si se deja de trabajar, el país se muere”. Oficialmente, Nicaragua admitió pocos casos de contagios y fallecimientos, pero esos son los datos de un gobierno que ha perdido credibilidad hace mucho. La administración Ortega ocultó datos antes y no sería raro que haya pasado lo mismo con los casos de coronavirus.
Lo curioso del caso nicaragüense es la visión capitalista de un presidente que se proclama como socialista. Ortega forma parte del denominado “Socialismo del Siglo XXI” que fue motivado por Hugo Chávez y estuvo integrado, en su momento, por Lula da Silva, Rafael Correa, Cristina Fernández y Evo Morales. Si la economía de un país se basa en la fuerza de trabajo, como señala Ortega, no estamos hablando de socialismo sino todo lo contrario.
Ahora bien, ¿vale la pena mantener el capitalismo salvaje en los demás países? Los desafíos que plantea una sociedad postcoronavirus apuntan hacia otro lado o, por lo menos, a una reorientación hacia un aparato productivo que no requiera tanto de la fuerza de trabajo.
Los tiempos están cambiando y la pandemia ha obligado a apresurar las cosas. Cuando la distancia social cobró importancia, la única respuesta a esa necesidad era el teletrabajo, es decir, el trabajo a distancia, lo que también se amplió a la educación. El problema es que los resultados, hasta ahora, no solo no han sido satisfactorios, sino que han arrojado panoramas desalentadores por la desigualdad de oportunidades: no todos tienen las herramientas necesarias (computadoras, celulares e internet, principalmente).
Aunque ya existe una nueva propuesta tecnológica, como es el metaverso, lo que se hace a distancia, sea en el trabajo o en la enseñanza, no está resultando, salvo el caso de las excepciones que confirman la regla.
A partir de ahí los confinamientos, que ya han sido planteados por algunos Servicios Departamentales de Salud, no son la mejor respuesta a la pandemia porque, si bien ralentizan los contagios, le causan grandes daños a la economía.
Encerrar a la gente no es una salida viable. Habrá que insistir en las medidas de prevención.