Haciendo referencia a la regla de independencia y separación de los tres Poderes del Estado inspirada en las doctrinas liberales, el presidente de la República Antonio José de Sucre en el acto de inauguración de la Corte Suprema de Justicia en 1827, expresó que el Poder Judicial, “gozando de una absoluta independencia del Gobierno, tiene en sus manos todas las garantías contra el influjo del poderoso y los abusos de la autoridad”.
No actuaron con la misma percepción los gobernantes de las décadas posteriores. Un famoso político duramente tratado como infiel, tránsfuga, desleal, ingrato, pérfido y felón: Casimiro Olañeta, cuando en 1856 ejerció la presidencia de la Corte Suprema, fue el primero en luchar arduamente para exigir a los poderes públicos respeto a la regla constitucional de independencia del Poder Judicial.
Fue infringida la regla que declaró vitalicios los cargos judiciales. Antes y después de ella, se quebrantaron todas las otras que fijaron plazos para la duración de esas funciones salvo sentencia ejecutoriada por comisión de delitos.
A lo largo del siglo XIX no hubo en el seno del Poder Legislativo predominio de una fracción política que elija por sí sola a los magistrados del Poder Judicial. Los políticos, sea en función de gobierno o en el llano, siempre consideraron esencial contar con el apoyo del ramo judicial, especialmente desde la segunda mitad del siglo XIX en que se otorgó a la Corte Suprema de Justicia la atribución de “conocer en única instancia de los asuntos de puro derecho cuya decisión depende de la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las leyes, decretos o cualquier género de resoluciones”.
Además, percibieron al Poder Judicial como ámbito creado por la divina providencia para dar acomodo a partidarios suyos que, después del resultado de los actos electorales o de los golpes de Estado, exigen un espacio en el poder como premio por su participación en el triunfo.
La principal preocupación de los magistrados del Poder Judicial en ese siglo tuvo origen en la participación de jueces en política militante. Así, en 1878, el presidente de la Corte Suprema, Basilio de Cuéllar, manifestó: “El espíritu de partido es incompatible con el espíritu de justicia”. En 1881, dijo Pantaleón Dalence: “Ejerza en hora buena el juez el derecho que también es deber de votar con la más amplia libertad, pero no desautorice a la judicatura con actos que bastan para despertar desconfianzas”.