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El indianismo para evitar una sobredosis de 1952

CARTUCHOS DE HARINA Gonzalo Mendieta Romero 22/05/2022
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La discusión sobre el mestizaje y cuán indio es el país renueva la tentación de atornillarse en 1952. Y eso me suena a presumir o que no han pasado 70 años o que el proyecto del mestizaje, alimentado por su precedente mexicano, no fue desafiado ya antes del MAS, por ejemplo desde el indianismo y el katarismo.

Como vacuna para no apostarse comodones en la Revolución Nacional, se prepara la segunda edición del libro El indianismo katarista. Una mirada crítica, de Pedro Portugal y Carlos Macusaya. Su lectura es otra prueba de cómo el 52, con sus méritos y deméritos, fue insuficiente para extirpar el racismo local. Por otro lado, el indianismo y el katarismo no estaban fuera de foco, si el éxito de sus ideas es una medida.

Portugal y Macusaya indagan la tradición indianista, derivada de las limitaciones del proyecto de 1952; esa tradición que vía EGTK influyó en el MAS. A la vez, desvencijan la pretendida propiedad de la izquierda sobre los indios en política y desnudan más bien sus lazos adventistas, católicos y evangélicos. El libro examina también el katarismo, pero desde un ángulo indianista que observa una línea paralela.

El katarismo compartía la lectura clasista-campesina con las corrientes de izquierda y con referentes de la Iglesia Católica como Luis Alegre S.J. y Xavier Albó S.J. de CIPCA, la potente ONG de los jesuitas. Por su parte, el indianismo acusaba a izquierda y derecha de alojar al mismo estamento “colonial”, en remplazo del cual planteaba el gobierno indio.

Sin que los testimonios sean sino una perspectiva, los de Luciano Tapia del MITKA, a propósito de la política en los años 70, traslucen las relaciones sociales de entonces. Ahí está una periodista a la caza de inconsistencias, reclamando que el aymara se pronuncie sobre la opresión quechua en el incario, pero sin aludir al presente. Eso, para no hablar de la opinión de Tapia, subjetiva como pueda ser, sobre Marcelo Quiroga y otros miembros de la izquierda.

Salvando a los lectores de verse obligados a adular una idea triunfante, fenómeno usual, el libro se resiste a mitificar su objeto de estudio. Así, en lugar de comunitarismo idealizado, hallamos también divergencias personales, egos, dinero, machismo y política de poca monta, como fondo de faccionalismos y escisiones. En suma, historia, no mitología.

Es particularmente atractivo el seguimiento a las figuras de Luciano Tapia y Constantino Lima, líderes del MITKA, y a su tensa relación, incluyendo una bronca de gran calado gráfico en la casa de Pedro Portugal en Francia. Los contactos internacionales hacían de Constantino Lima una suerte de elegido, pero también “blanco” de sospechas.

El libro tiene la virtud de eludir la fábula de quienes, por rousseaunianos o grandilocuentes (o por grandstanding, como le llaman los anglos a esa propensión a usar causas o palabras virtuosas en pro de la imagen personal), se deshacen en sumisiones o tratan al indio como a un ser mítico, de esencias antioccidentales.

Contrariamente, al meterse en la correspondencia entre Fausto Reinaga y el peruano Guillermo Carnero Hoke, Portugal y Macusaya hallan claves del discurso en boga. Carnero Hoke fue inicialmente aprista e inspiró al mismo Reinaga. Carnero estaba infatuado -como luego Reinaga con García Meza- con las alianzas entre indios y militares, aunque desde una posición a la izquierda de lo que fue el Pacto militar-campesino en Bolivia.

En el libro se constata que fue Carnero Hoke -no Evo- quien aludió primero a los indios como “reserva moral de la humanidad”, quizá por sus propias cuitas de mist’i peruano de sangre irlandesa. Carnero acabó incitando el amautismo otoñal de Reinaga y dando a luz a esa corriente que los autores, entre otros, bautizaron con éxito como “pachamamismo”.

Nada de lo que el texto se rehúsa a ensalzar sirve, sin embargo, para desmentir que Bolivia no se entiende hoy sin el debate indianista-katarista. Eso, sin necesidad de llunkearse con una tendencia triunfante ni ataviar a aymaras o guaraníes como a pieles rojas, moda cuyos orígenes el libro expone certeramente.

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