Cada 6 de junio se celebra en el país el Día del Maestro en reconocimiento a la fundación de la Escuela Normal de Maestros de Sucre, en 1917.
Ese hecho fue, sin duda, un importantísimo hito en la enseñanza boliviana. Sus propulsores contrataron al belga Georges Rouma que, proveniente de Europa, diseñó la formación de educadores como parte del formidable esfuerzo de modernización del país que se hizo durante aquellos años. Lo que se pretendía con ese proyecto era dotar al país de un sistema educativo capaz de preparar a niños y jóvenes bolivianos para hacer frente a los desafíos de aquel tiempo que, de manera muy similar a lo que ocurre ahora, estaban lejos del alcance del limitado bagaje cultural de la mayoría de la población.
Rouma y los gobernantes de entonces estaban plenamente conscientes de que el pilar fundamental de un sistema educativo eficaz son los maestros. Capacitarlos dotándoles de los instrumentos que la naciente Psicología y Pedagogía ofrecían para que cumplan a cabalidad su misión de llevar la luz del progreso a las masas indígenas y a todos los sectores de la sociedad, la mayor parte de los cuales estaban hasta ese momento marginados del sistema educativo, fue la razón de ser de la flamante Normal.
El ambicioso proyecto, sin embargo, tuvo entonces una fuerte resistencia de quienes no creían en la viabilidad de un proyecto inspirado en la modernización liberal. Se dijo que la reforma propuesta por Rouma desconocía la idiosincrasia nacional y, sobre todo, de las masas indígenas, por lo que nunca contó con el pleno respaldo de las corrientes indigenistas y anticapitalistas, que ya entonces tenían una importante influencia en los ámbitos intelectuales y, por consiguiente, en el naciente magisterio.
Ahora, más de un siglo después de los encendidos debates en los que salían a la luz visiones diametralmente opuestas del proyecto educativo y del proyecto de país que había que adoptar, la situación —en lo fundamental— no ha variado.
Bolivia, pese al tiempo transcurrido y a los múltiples intentos hechos para darle un rumbo a su sistema educativo, sigue teniendo en él uno de sus puntos más débiles, lo que se constituye en uno de los mayores obstáculos para avanzar hacia la superación de la pobreza y la marginalidad de la que aún es víctima la mayoría de la población nacional.
Con el paso de los años hubo escasos avances respecto a los permanentes obstáculos que encuentra la educación para abrirse paso hacia la excelencia. Pero la valla más terrible de los últimos tiempos fue, indudablemente, la pandemia del covid-19, que obligó a cerrar todo centro de enseñanza/aprendizaje para convertirlo, luego, en uno en el que se imparten clases virtuales. Esa contingencia, sumada a la deficiente formación de los maestros, se ha convertido en una barrera que impide alentar algún optimismo sobre el futuro de la educación nacional.
No obstante, a pesar de que existen factores estructurales que impiden o por lo menos dificultan que los maestros bolivianos puedan ser eficientes agentes de capacitación de las nuevas generaciones, indudablemente algo se puede hacer. Sin dejar de lado el debate de permanente actualidad sobre las características que debe tener la labor del maestro, es imprescindible que todos los involucrados con el proceso educativo coincidan en un mínimo de objetivos comunes entre los cuales tiene que estar, en un lugar destacado, la urgencia de no privar a los niños y jóvenes de su derecho a la educación. Además, el Gobierno —y los que vengan— deben darles a los profesores un mejor trato económico, si acaso llegan a comprender la importancia de la educación en nuestro país.