El cambio del comandante general de la Policía Boliviana fue una confirmación de que no existía conformidad con el trabajo del general Jhonny Aguilera, cuya gestión fue empañada por denuncias contra uniformados sobre el comercio de autos chutos o robados en Chile y una presunta protección al narcotráfico.
Probablemente el caso que haya terminado de decidir el cambio fue el ajusticiamiento de dos policías y un voluntario del Grupo de Apoyo Civil a la Policía (Gacip) acribillados a tiros por el crimen organizado en Santa Cruz. Uno de los elementos que rodea a este caso es su vínculo con el narcotráfico, ya que el principal acusado está emparentado con personas que se dedican al tráfico ilícito de drogas y es dueño de una importante fortuna.
El escalofriante asesinato de esas tres personas en la comunidad El Cuchi, en Porongo, con armas modernas a manos de presuntos sicarios del narcotráfico, estremece por un razonamiento sencillo: matan a plena luz del día y, si asesinan a policías, entonces es que ya nadie podrá vivir seguro en este país.
Quienes conocen de cerca la materia saben que la manera en que los matones actuaron en Porongo es característica del crimen organizado asociado al narcotráfico. Nadie más opera de esa manera ni mata a sangre fría.
La pérdida de tres vidas conmueve a todos y duele a las familias. Ojalá que ellos encuentren consuelo a su pena y se haga justicia, que es lo mínimo que esperan los familiares, aunque nada de eso les devolverá a sus seres queridos.
El crimen organizado ha penetrado el país. Está en todas partes. Si es así, cabe la pregunta: ¿también penetró a las instituciones? ¿A qué instituciones? ¿Ha perdido el Estado boliviano el control? Y la sociedad misma, ¿cuán responsable es cuando convive, celebra y disfruta de la compañía y las cortesías en alcohol y diversión de los narcotraficantes?
Es hora de gritar enérgicamente “¡basta!”. Nadie quiere vivir con el Jesús en la boca ni quedarse con la angustia de no saber si el familiar que salió a trabajar en la mañana volverá al final del día, o si verá su cadáver en los medios de comunicación durante el almuerzo.
Los bolivianos tenemos, por historia, una vocación pacifista. Nos caracterizan el trabajo y las buenas acciones y, no por unos cuantos que descubrieron la manera rápida para hacerse ricos de la noche a la mañana, vía ilegal, vamos a convertirnos ahora, como Santa Cruz, en una de esas ciudades estigmatizadas por los altos niveles de drogas, mafias y criminalidad.
No es posible continuar tolerando de manera cómplice que los narcotraficantes se paseen impunemente en medio de los que trabajamos, y que se les tribute incluso diversos estatus y hasta ‘respetos’ solo porque el dinero les alcanza para costear las fiestas de sus amigos.
Primero, es el Gobierno el que tiene que cumplir con su obligación de combatir el narcotráfico; todos sabemos que el país sostiene su estabilidad económica, en gran parte, por los billetes que deja la droga. Pero eso no es ético ni debiera ser aceptado ni por gobernantes ni por gobernados.
El citado caso, en particular, tiene que aclararse no solo porque se trata de un crimen alevoso sino fundamentalmente porque se ha vuelto a poner en tela de juicio el papel del Gobierno, peor aún si tras la denuncia de presuntos vínculos con el narcotráfico está un diputado del propio MAS. Esclarecerlo y demostrar que no existe protección al tráfico ilícito de drogas es el principal desafío del nuevo comandante, coronel Orlando Ponce.